miércoles, 13 de noviembre de 2013

Diarios de locura. La incógnita.




Ayer quitamos el papel del salón y aparecieron nuestros dibujos, los nombres de todos, fechas, edades, alturas. Subí al trastero y encontré aquella guitarra que tocabas mientras hacías la segunda voz. Recordé los días a oscuras, cuando aparecían las velas y libros robados, por que no había para más. Paseos matutinos buscando la firma del cantero en fuentes y edificios. Historias de familia en una ciudad pequeña a una niña más pequeña que crecía y se hinchaba en cada narración. Bolas de acero de diferente tamaño que usaba para chantajear a compañeros, pequeños engranajes que bailaban a la vez encima de la mesa de la cocina y que "la madre" odiaba y tiraba siempre que aparecían olvidados en cualquier esquina, pero reaparecían mágicamente al día siguiente. La bandera de Cuba: estrella blanca, triángulo rojo, barras azules y blancas. Las capitales del mundo. Sumar muchas veces el mismo número es multiplicar. El disco de Bach de las mañanas de domingo y el olor a pan tostado que me llevaba a la ducha como un resorte. Peinarme y ponerme el vestido de rayas para salir a pasear a las 10. La cama mal hecha y las protestas que eso generaba. Encuentro las monedas aplastadas que poníamos en las vías, los dibujos escondidos del Guernica, que era un señor rojo.
Te engañaba muchas veces al decirte que me cansaba porque me encantaba subir a tus hombros y ver tu pelo rizo, suave, con olor a tabaco negro. Patillas setenteras, dedos amarillos con forma de martillo y la sonrisa negra de nicotina.
Las fotos viejas de la abuela que se fue a Brasil y volvió a casarse con un señorito venido a menos, desheredado por enamorarse de la muchacha de servicio, fuerte, guerrera, altiva. Recuerdo las historias que contaba de su Manuel, el hermano mayor, cuando apareció en el cuartel Zaragoza con su sobrero de pluma de faisán y capa española, cuello y puños de blanco impoluto y almidonado. Era el marqués de Fontefría quien elegía visitar aquel lugar del que tan bien hablaba su sobrino. Deslumbrados por su impecable aspecto y verbo culto, en la España del hambre, agasajaban con un banquete de gala tan honorable visita . Comida y dormida gratis durante la estancia de aquel que ni calcetines tenía y que al quitarse la capa solo quedaba un cuerpo desnudo con puños, cuello y pechera inmaculadas. Aquel hombre que terminó casado con la novicia que secuestró del convento que lo acogió con la misma técnica del marqués de Fontefría.
Encuentro al párroco que, inocente, te mostró el campanario y terminó encerrado dentro para poder darnos un atracón de "cuerpos de cristo" y huída estratégica por el cementerio. Ella siempre lo cuenta con amargura y vergüenza y tengo que hacer esfuerzos para que no vea mi risa. ¿ Qué ocurrió después?



No puedo explicar la glaciación repentina. Al principio creí que era mentira, que no era más que impostura para guardar las formas dentro y vivir fuera. De casa al trabajo, del trabajo a casa. No más tostadas, discos, guitarra, guiños, salidas, palabras. Te apartaste del mundo, de mi y cambiaste historias por zapatos nuevos, casa nueva, colegios caros... No entendía y sigo sin entender el cerrojazo repentino a todo aquello que me hacía respirar. El mutismo, el último puesto hasta la desaparición, la misa de domingo, la televisión diaria. Te recuerdo sentado, solo, callado, serio. Era una película de invasión alienígena y suplantación de cuerpos. Desapareciste. Dejaste de quererme y no sé porqué. La de veces que  pregunté  qué ocurría sin obtener respuesta. Cambié mil veces mi forma de actuar. Me porté mal, peor, fui obediente, sumisa, rebelde, contestona pero nada hacía que variaras tu actitud. Me cansé, me distancié, huí. Nunca sentí tanto frío como el que transmitieron tus ojos fijos, impertérritos, muertos en nuestro último día. Te odié, profunda y largamente. Terminaste siendo una fotografía olvidada en el fondo de cualquier cajón.
Me enteré que te fuiste o te echaron, poco me importó. Tuve otras caras, otras vidas, otros padres. Los mejores...
He crecido y me va bien, no necesito nada material. Me he quedado con la casa de la ciudad. La he limpiado, arreglado, aireado.. Huele a mi pero se ha quedado un fantasma. Pregunto a todo el mundo para seguirte la pista, te ha tragado la tierra. He puesto mi nombre en el buzón por si algún día la nostalgia te lleva hasta ella, podríamos sentarnos frente a un café y removerlo, vernos, hablar y quizá pasear en busca de la marca del cantero. Ahora soy yo la Marquesa de Fontefría.