domingo, 10 de agosto de 2014

Diarios de locura: Amelia




Suelo de madera que cruje con cada paso, salón cubierto de sábanas almidonadas, que cambia cada semana, y sillas por todos los rincones. Huele a lejía, mucho, muchísimo. Es bajita, enjuta, arrugada, con su sempiterno uniforme azul marino -falda y jersey de manga corta para el verano o falda, jersey de manga corta y chaqueta para el invierno-.Va de un lado a otro, como si tuviera prisa. Desnuda la mesa del comedor y las sillas, doblando, minuciosamente, cada una de las telas. Se sienta, al rato se levanta, va a algún lugar y vuelve a sentarse. Estoy cinco minutos observándola, sin hablar, esperando a que pare y algo agotada de tanta actividad. Pregunto por su salud, se acerca a la mesa y posa sus manos. Dos cepos grandes y enrojecidos que no pegan con su constitución pequeña. Dedos deformados, gruesos, sin apenas uñas, manos ásperas, agrietadas. Enseña las palmas callosas, amarillentas y se queja de que ni con lejía se va el