lunes, 14 de diciembre de 2015

Doña Filo



Todos los domingos a doña Filo se le junta la misa y la hora de comer. Sabe que en la 13 ponen el ángelus y pide al camarero que encienda la tele. De pie y las manos juntas delante de su boca, repite lo que escucha terminando con un “amén” sonoro. Es el momento de comulgar y el caldo extremeño de su mesa va entrando a la vez que “el cuerpo de cristo” en las bocas televisivas y, con el mismo recogimiento, es tragado. El camarero sabe que puede cambiar de canal cuando doña Filo canta “Amameben por tu sisco. Amén” que se levantará, arrastrará sus zapatillas negras hasta su joven acompañante y enganchada a su brazo le pedirá, camino de casa, que le cuente de nuevo qué debe hacer para votar.
 
Porque doña Filo quiere ir a votar. Dice que hace tiempo que mea por encima de sus posibilidades y fuera del tiesto < uno plástico que esconde bajo su cama para no ir al baño cada hora>. Sus problemas urinarios tienen relación con sus múltiples partos, dieciocho ha contado, aunque carece de familia ya que, las hermanitas los fueron repartiendo a medida que nacían y, a cambio, recibía la estampita de un santo. Así se hizo devota y comenzó, a partir del cuarto hijo, a rezar un rosario rogando que aquel gozo se convirtiese en penitencia y se acabase aquella pecaminosa calentura que la invadía. Las buenas monjitas le enseñaron a leer, a escribir, a bordar, a ser una mujer de provecho y en su intención siempre estuvo el matrimonio aunque los hombres que la atraían no tenían las características de Dios nuestro señor ni destacaban por algo diferente a su capacidad reproductiva. Gracias a ellas se hizo bordadora, llegando a tener cierto prestigio ya que entre su clientela estaban algunas de las más destacadas mujeres de la ciudad. Entró en sus casas, habló con el servicio, conoció sus cotilleos, sus secretos, los sueños de sus maridos, hasta que llegó el día en que pudo contar sus amantes a vistazo de cortina, pañuelo o camisa. Se hizo con algún dinero que, hoy en día, le sirve para poder comer en el bar de su pueblo natal, al que tuvo que volver cuando a las monjas del Santo Sacrificio se les acabaron las estampitas y tuvo que dejar al último fruto de su vientre, en la puerta. 
 
La única vez que doña Filo votó fue acompañando al que creyó su verdadero amor, le dio un sobre con un papel dentro y, tras contarle parte de su historia, desapareció para siempre. Hace unos años aparecieron unas chicas en el bar pidiendo trabajo o comida y techo a cambio de labrar la tierra, acompañar a los viejos, arreglarles papeles o hacer cualquier tarea de servicio. Ellas le han explicado que tiene derecho a una paga por ser mayor, que pueden pedirle al alcalde mejoras para las casas, para las calles y también que esos dos jovencitos que hablan por la tele, son la política nueva y los otros son la vieja. A doña Filo le gusta uno de gafitas y sin barba que habla muy bien aunque no entienda nada, porque dice, como el papa, que no quiere ir a la guerra. Porque ella le ha escuchado decir que si se entrega el que se esconde, la guerra se acabará y ahora, que sabe que alguien la acompañará al colegio electoral, podrá pedir que encuentren a alguno de sus hijos.

sábado, 7 de noviembre de 2015

Diario de un descreido



Cuando escuchas a un médico hablando de "un proceso natural de caducidad", puedes traducirlo como "la ha palmado". Si te cuentan que algo "es políticamente correcto", tradúcelo por "aburrido o antinatural". Que un amigo te lleva a ver la obra de un artista posiblemente será un rollo alternativo mediocre y cuando enciendes la tele para escuchar las noticias, piensa que podrían tener un enfoque diferente y parecer distintas porque, no nos engañemos, la manipulación lingüistica, cultural e informativa es un hecho. Mira, si no, qué ocurre con los museos, la literatura que más vende, las películas más taquilleras, los discos de oro o con eso a lo que llaman "los antisistema". Estaría orgulloso de que me considerasen uno de ellos, porque si sistema es ser, pensar o sentir como "te enseñan"... aunque prefiero ser un loco. Nos llaman locos, raros, extravagantes, pero nosotros, sí nosotros, que nos reconocemos cuando nos encontramos, no somos más que unos descreídos. No esperamos a que alguien nos diga cómo y hacia dónde huir, huimos constantemente porque la alerta forma parte de nuestra vida. Nos tachan de apocalípticos pero ¿acaso los jinetes no son los que llevan las riendas? Existe la idea de que el apocalipsis, el infierno o la maldad es algo desordenado, pero se rige por leyes. Está doblado, apilado, cómo los calcetines, los jerseys o las camisas. Normativizado y publicado en el libro sagrado, el de los deberes y obligaciones, el de los dictadores, nunca el de los escribas. Y me llaman loco. ¿No es de locos que se hayan pasado años en reuniones de habitaciones de hotel y catering para redactar algo que saben que jamás se cumplirá porque va contra el principio inviolable de propiedad privada? Sin embargo, nos sentimos orgullosos de ellos y los convertimos en padres de la patria. ¿Por qué crees que en lo único que los partidos políticos están de acuerdo. es en llamar a la participación en unas elecciones? ¿Imaginas qué ocurriría si esa participación fuese del 20 ó 30%? Quizás así se lo pensarían. Mira lo que pasa con Cataluña, ambos gobiernos son su enemigo perfecto ¿y que hacemos nosotros, que tan sólo queremos vivir tranquilos? tomar parte por algún bando cuya razón útima nada tiene que ver con nosotros. ¿No es de locos esperar a que nos digan donde hay peligro? ¿qué tachen de delincuente a un tipo que se ha pasado un año en la cárcel por no pagar o robar comida, sólo por no tener trabajo?. Maldita sea, veo a esos negros subidos a las vallas, a los sin casa peregrinando hacia ningún lugar y me enorgullezco. Luego escucho a estos que hemos elegido y me dan ganas de vomitar ¿y qué hacemos nosotros? acomodarnos con sus justificaciones dándole nombres tan bellos y rimbontantes como Democracia, Libertad, Bienestar. No vemos que el sirio, el africano, el roba gallinas, el pobre, somos nosotros. Por eso no podemos esperar, como corderitos hacia el matadero, porque el deber de todo ser humano es sobrevivir, es una ley natural. Estos hijos de puta van acabando con nosotros poco a poco, uno a uno en nombre de algo que nos es ajeno, porque no somos los de la propiedad privada, los dueños de las casas, ni las tierras, ni los países, no hacemos las leyes, ni creamos los tribunales porque, no te confundas, muchacha, cuánto peor nos vaya a nosotros, mejor para ellos. Necesitamos ser antisistema, hacer una revolución, pero no una de esas con revueltas en las calles con sangre y muertos, si no la de verdad, la interior, la que te haga desobedecer toda norma, toda ley. Dejarlos sin parapeto, sin héroes qué condecorar ni imitar. Convertirnos en fans de los valientes, de los desfavorecidos, de los de las vallas o los que se ahogan en el mar buscando un hogar, de los locos que deciden y se salvan a sí mismos sin hacer daño a nadie y, si hace falta una gallina, repartirla o robar las suyas por que, muchacha, si seguimos creyendo, escuchando, obedeciendo, jamás seremos adultos.

martes, 7 de abril de 2015

El tercer hijo.





Soy el tercer hijo del quinto hijo de mi abuela. Se podría decir que era una mujer de otro tiempo, pero no, era una mujer, nada más. Una mujer con el carácter y la fuerza necesaria para llevar adelante a sus muchos hijos sin apenas recursos. La principal característica de todos ellos, mis tíos, era el orgullo. Éste nació de ser de los pocos, niños y padres, que sabían leer y escribir en una época donde el analfabetismo era lo habitual.
Podría hablar durante horas, días enteros sobre la vida de mi abuela, pero solo daré una pequeña pincelada. Era sirvienta de una casa acomodada que terminó casándose con el hijo menor del señor y que, al hacerlo, fue apartado de la familia como un apestado. Ella, la abuela, rechazaba sistemáticamente todo lo que viniese de "los señoritos", incluidos bienes o dinero, y se dedicó a tener hijos, criarlos, vigilarlos y enterrar a algunos de ellos. Mi padre: el menor de todos, el malcriado. El que entraba en la finca de los frutales y esperaba, sentado en lo alto de la tapia, a que llegase el vigilante mientras repartía, entre los niños que se arremolinaban a sus pies, parte de la fruta robada. Cuando el vigilante estaba lo suficientemente cerca gritaba su nombre y salía pitando entre el júbilo de toda la chavalada. Más tarde, cuando el pobre hombre se atrevía a hablar con mi abuela, siempre salía malparado y con la moral alicaída. Cuando el golfillo aparecía por casa, era fuertemente sermoneado pero cualquier castigo desaparecía al olor de la fruta madura.
 En la familia, las formas, tanto en público como en privado, eran importantes. El porte del abuelo era imponente, el tono de voz, el uso del lenguaje y algunos trajes de su pasado, le habían otorgado el apodo de "el conde", por lo que la familia  era conocida como "Los condes". Mi abuela leía y escribía las cartas a los vecinos, explicaba, en caso de necesidad, los trámites necesarios para cualquier oficialidad y, cuando lo pedían, enseñaba a leer y sumar a algún adulto. Todos sus hijos iban al colegio con pantalones de tela buena (aprovechada de los trajes que ya no le servían al abuelo) y camisas blancas, zapatos y calcetines limpios, peinados y lavados y con las carteras lustrosas y, aunque no había dinero, podrían codearse con cualquier secretario, banquero u oficial que lo requiriese. El único garbanzo negro: mi padre, al que todos tapaban sus "cosillas", reían sus gracias y aceptaban sus desplantes.
Al llegar la adolescencia descubrió el póker. Le gustaba aquel ambiente de señoritos y, como no se le daba mal, disfrutaba desplumándolos. La apuesta mínima era una peseta, de la que carecía, pero se hacía acompañar de algún amigo al que culpaba, obteniendo, en muchas ocasiones, el crédito de algún contendiente que veía en él los modales de un prócer social. El dinero recaudado era invertido en desapariciones de la pandilla durante tres o cuatro días, para lo que diese, y en muchas ocasiones con deudas en hoteles de mala muerte o "mujeres de mal vivir".
Con 24 años conoció a la que sería mi madre, una jovencita llamada a la santidad, recluida en una casona para hacer ejercicios espirituales. Se colaron tres, entre los que no estaba mi padre, con intención de ver a las muchachas más de cerca, decían, pero no pasaron del hall de la entrada. No supieron de donde venían la somanta de palos que recibieron, con el resultado de una nariz rota, una tibia y el orgullo empapado en el barro del camino. Aquel abuso de poder llevó al"el pequeño conde" a llamar a la puerta enérgicamente reclamando una explicación. Resultado: estancia para los damnificados y cena gratis para el resto. La semana siguiente se pasó entre visitas a los enfermos y charlas sobre la historia del lugar. Los cuidados a los enfermos eran practicados por las futuras novicias, entre las que se encontraba mi madre. Los educados requiebros y una personalidad malota hicieron el resto. Picó, la incauta.
Soy el tercer hijo del quinto hijo de mi abuela, un alcohólico. Un hombre que ha tenido unos hijos que le molestaban. Mi mayor recuerdo de él es su frase, repetida hasta la extenuación: "Chico, plantea tu tesis" o la que más odiaba: "Tú chico, eres tonto", aunque la mayor parte del tiempo, nos ignoraba. Fue mi madre quien llevó la peor parte. Sus celos, su machismo desmesurado, sus malos modos... Que yo sepa nunca fue maltratada físicamente, otra cosa es la psicológica, que ella intentaba sanar a base de rezos diarios y velas a los santos. Aunque dudo que estas características variasen sin el alcohol, ella lo achacaba todo a "su problemilla". Entendía que, una buena esposa, debía cubrir sus fechorías como antaño lo hicieron todos los que estaban a su alrededor y tal vez fue ella quien nos inculcó mayor perversión. Nos aleccionó para convencerlo de su problema, que era el alcohol quien lo enfrentaba a mi hermano mayor cuando llegó la adolescencia. El responsable de encontrar otra mujer, que se atrevió a entrar en casa para achacar a mi madre lo poco que lo cuidaba. Era el alcohol quien decía que en el bar estaba la verdad, quien mandó a la mierda al psicólogo y hasta dar el caso  por imposible.
Soy el tercer hijo del quinto hijo de mi abuela, el autodidacta musical. El que compuso cientos de piezas musicales sin saber música, el que escribía como un poseso en su libreta roja o dibujaba sin parar, rellenando las paredes con óleos, carboncillos, maderas quemadas... El que nos leía en voz alta la colección de grandes relatos. Quien nos compuso un mapa mundi con trozos de periódicos y nos dio para colorear. 
Soy el tercer hijo del quinto hijo de mi abuela, el único que se mantiene en pie y sereno y, aunque no creo tener ningún trauma, observo con envidia a los padres con sus hijos en el parque y me pregunto como hubiese sido mi vida si me hubiese prestado la atención debida o quizás si no hubiese existido.
Soy el tercer hijo del quinto hijo de mi abuela, un hombre, como cualquier otro. 

lunes, 2 de marzo de 2015

Jensen: El milagro de Chefessa. Cap. 5: Desaparece.



Con las piernas agotadas por el trayecto decide dejar de pensar y embrutecerse con el sonido del viento. Le habla de sentidos olvidados, de ruinas perdidas, de homenajes al sol. Se ha sentado al borde del camino para beber y mirar atrás, ni un alma a su alrededor y el sentimiento de estar vivo se agranda. Pequeños insectos acompañan su ascenso, una vida dedicada a la subsistencia, sin quejas ni dudas, sin miedos, sin consciencia. Perfecta adaptación a un medio conquistado silenciosa y mansamente. En su retorno a la cima el pie patina y un pequeño alud de piedras se desprende de sus pisadas que ruedan ladera abajo, llevándose las moradas de dios sabe cuantos de ellos. Lo contempla sin dolor, con naturalidad, como la visión del cementerio, que muestra la estatua de su ángel exterminador blanca, impoluta. Ha llegado al final del camino, por fín. 




Le prometió, se prometió que algún día visitaría el mar y a su muerte su mudó  a la costa. Al zambullirse sintió el agua, tan caliente que se acordó de aquellas gallinas a punto de ser desplumadas e inmediatamente salió de aquella enorme sopa. Se quedó en la orilla, viendo a todos los turistas como aves descabezadas perdiendo plumas para convertirse en almohadas para todo aquel que tuviese algo que intercambiar. También observó como lanzaban sus monedas a las fuentes que luego recogían  funcionarios con monos amarillos, eran igual que los pollitos arremolinados a sus pies. Así conoció "al greñas" un hombre viajado y que cuanto más veía, más quería conocer. Él le había contado historias sobre ballenas saltarinas del sur o los enormes témpanos de heces del Himalaya. Monolitos turísticos y en su día grave problema gubernamental, pero que, con gran sabiduría han sabido revertir. Ellos, a diferencia de la gran Chefessa, lo solucionaron vendiendo estos témpanos en forma de souvenir (bien como bola de nieve, bien en forma de diorama del relieve). Era un gran tipo, "el greñas", gran sentido del honor y el humor. Cuentan algunos compañeros de aventuras que en su último viaje quiso estar en primera plana y una ballena aplastó su embarcación en la caída de un triple salto con tirabuzón y medio. Descanse en paz.
Desde la cima se divisa el valle, el ayuntamiento, el centro comercial y hasta puede adivinar el jardín de la vieja. Se pasea por los desiertos e inmaculados jardines de la casa consistorial, el viento ondea una pancarta de bienvenida para dentro de dos días ¿cómo será el nuevo párroco? ¿y el alcalde? desde luego no imagina a ninguno del pueblo en el puesto. 
Consigue internarse en la iglesia y descubre el confesionario automático, una moneda por contarle los pecados y una  buena penitencia (encender velas, rezar un rosario a alguna virgen o santo que deberás descubrir previo pago). Al salir de allí se acordó de "su madre" ¿seguiría abierta la lavandería? 
De vuelta en el valle se acerca al centro comercial, en el escaparate siguen los mismos inmóviles, no así el interior que ha variado considerablemente. El pan ya no está en el mostrador, ahora lo sirve una muchacha sonriente, a la que debes pagar y ya nadie regala queso, lomo o jamón. A cada paso hay un detector de metales que pita por todo. Hasta los inmóviles de dentro se han ido, lógico, con tanto pitido no hay que se aclare. En la lavandería ya no está su madre, en su lugar han puesto una secadora ultra rápida de última generación. Está llena de luces y silenciosa y lo más increíble, al mismo precio de siempre. 
En su paseo hacia la que fue su casa se cruza con caras que le resultan familiares, faldas con ojos, pantalones con corbata, faldas con faldas... y un árbol donde antiguamente estaba la cocina del pocero, sin duda un zanahorio. Ya nadie le mira, ni siquiera el vendedor de maíz lo reconoce,se ha convertido en uno más. Quizás, ahora, sería buena idea  presentarse a las elecciones a la alcaldía.

Jensen: El milagro de Chefessa Cap. 4: Muere



La niebla le comía los huesos pero también lo ocultaba, si se acurrucaba contra la piedra de la tumba, de miradas externas. Seguía contando las naranjas que ya nadie recogía, así que las cortaba y se las daba a las gallinas. Recogía sus huevos, que apilaba en la nevera, ya que ponían más de los que le daba tiempo a comer. Abrió el cajón para comprar maíz y tomó una decisión. Comenzó regalando los pollitos, luego las gallinas, hasta que le tocó el turno a la comida que sobraba; un poco aquí, otro allá, aprovechando las cajas de la alcaldía y la iglesia. No había predilección, ni notificación previa, solo una caja en alguna puerta al azar. Se vistió con toda la ropa que le cabía, antes de perder la movilidad y vació el cajón, dejando todas las llaves sobre el felpudo para que las recogiese cualquiera. Al llegar a la lavandería hizo un guiño a su madre, que carcajeaba jubilosa por la decisión, comenzando el camino al cementerio, por última vez.

                                       

Aquellas luces amarillas y azules iluminan un cuerpo ennegrecido por la tierra putrefacta, la tierra del que, un día, llamó padre. Dos policías sentados sobre ella y un tercero intentando calmarla y ponerle las esposas mientras grita -"¡No había otra manera, no había otra manera!". Sanitarios buscando calmantes, otros comprobando los amarres de la camilla, ruido de voces masculinas que no mitigan un ruego que estremece -"No me laves, no me saques la tierra, todavía no se ha impregnado!"

Limpió en varias ocasiones el espejo ya que el vaho daba, a aquella cara,  la apariencia del llanto ¿Quien era aquella que se reflejaba? Tal vez, la nausea la provocó la maldita peste que aparecía al recordarlo o contemplar aquel cuerpo fláccido, lechoso y obeso. Reconocer la mirada plana e insegura en unos ojos que fueron pintados, retratados  y ensalzados hasta creérselo, ojos que su padre no dejaba de admirar cuando llegaba tambaleándose y se escabullía hasta su cama. Ojos en los que su madre adivinó lo que ocurría y no dudó en enviudar para pararlo, ojos que enviaron con aquellos en los que debía confiar. Tardaron dos años en reaparecer las manos furtivas, olvidadas cuando nadie estaba cerca hasta que, poco después, ya no importaba si la sala, la cocina o los pasillos estaban repletos de gente -"me gusta el peligro", le decía. Luego, llegaron las elecciones ganadas, las noches de reuniones, las vacaciones de la señora y, aunque cerraba su cuarto con llave, él siempre conseguía abrir. -"Nunca cierres los ojos, déjame verlos", las mismas palabras e idéntico hedor a sudor rancio y aliento alcohólico que el mal nacido que la vio nacer. Esta vez no buscaría refugio en ella, lo buscó en la bondad, la equidad, la santidad de un párroco que dividió su cuerpo y su tiempo entre la alcaldía y dios. Buscaba compañía en las limpiadoras, en las ayudantes, en las mujeres de bien que visitaban la iglesia, pero él se las arreglaba para quedarse a solas y culparla de sus arrebatadores encantos. Nadie supo de sus sangrados ni de sus abortos, nadie supo del parto a solas, de madrugada, a nadie llamó la atención su ausencia durante la aparición de un recién nacido en la lavandería y que ahora vive con su madre. Intentó controlar la repulsión que le producía verlo semanalmente, que no se notase el escalofrío que le recorría al tener que tratar con él y la culpó. Fue ella la culpable por no ver, por no saber, por arrastrarla con aquellos que acabaron con su vida. Ella lo había empezado, ella debía terminarlo, se lo debía. Con lo que no contaba era con que, en su cobardía, terminase antes con su vida abandonándola a su suerte. 
Entre la lluvia y las sombras, la noticia de la muerte del alcalde y el párroco recorre el pueblo. Envenenados, dijeron, por algo líquido, apostillaron después de análisis y autopsias despertando el temor a un atentado colectivo. En ella apareció el regocijo de una sonrisa imperceptible, orgullosa de su linaje.  Ahora podría deshacerse de aquel olor a sudor y semen. Creyó que ver ambos cadáveres en las camillas, abiertos en canal acabaría con la peste que le acompañaba desde hacía veinte años, luego lo intentó lijándose la piel hasta el sangrado, pero tampoco fue efectivo. Recordó y se angustió en la certeza de que nada la libraría de aquel peso. Lavó su ropa durante horas, hasta que lo vio pararse frente a la lavandería camino del cementerio y encontró la respuesta. Empaparse en la tierra de aquel que originó el dolor, oler a muerto. 
Mientras la trasladaban a la ambulancia lo reconoció, vio su silueta tras la tumba de su madre y la fetidez volvió a invadirla. No llegaba a los cuarenta y parecía una anciana. Maldita mi suerte, malditos todos, maldita yo.

martes, 17 de febrero de 2015

Jensen: El milagro de Chefessa Cap. 3: Se reproduce.



El incidente en el centro comercial, donde le habían prohibido la entrada, creó un gran revuelo gubernamental. No podían permitir que un raterillo cualquiera, hijo y nieto de una mala genética, acabase con la paz de un pueblo ejemplo de tranquilidad y buena vecindad. Desde la campaña de concienciación ciudadana consistente en la colocación de alarmas y puertas blindadas de la honesta empresa del alcalde, los robos habían descendido al 1%. Robos, decían, realizados por indeseables foráneos con conexiones mafiosas, hecho que imposibilitaba recuperar algo de lo sustraído. El bando municipal, recibido con la aprobación general de la ciudadanía, ordenaba el internamiento del inadaptado. Después de dos días de búsqueda policial infructuosa, se le dio por desaparecido.
A sus ocho años jamás había pisado un colegio, su tiempo transcurría entre la búsqueda de comida y las visitas a su madre, se paseaba por el pueblo bajo las miradas reprobadoras de los vecinos. Estaba andrajoso y muy delgado y, cuando todo cerraba, aprovechaba las fuentes para mantenerse limpio. Sentado en el agua lo encontró la vieja con zapatillas y falda a juego, al volver a la lavandería. Cuando le ofreció compartir cena Jensen no lo pensó dos veces.
Desde la ventana de su nueva habitación podía ver el huerto y los naranjos del jardín y, al amanecer, le despertaba el canto del gallo. Corría al gallinero a recoger los huevos para el desayuno mientras, la vieja con zapatillas y falda a juego, se vestía. Naranjas, zanahorias, pan tostado y huevos revueltos que comían en silencio entre miradas y correcciones posturales. Ya no protestaba por la ducha, no valía la pena y apuraba el tiempo para ver como salía a abrir la lavandería. Camisa blanca y zapatillas, falda y chaqueta verdes los lunes, azul, los martes; granate, los miércoles; gris, los jueves; morado, los viernes; negro, los sábados y negro con línea blanca, los domingos. Medias negras que no mostraban ni un atisbo de piel, cabello mojado y recogido en un moño y abrigo gris hasta las rodillas que cepillaba diariamente y colgaba en un galán, la terminar el día. 




La casa era parecida a la de las hermanas, aunque ahora tenía una habitación propia. Las mañanas las pasaba limpiando el gallinero, contemplando a los pollitos que se arremolinaban a sus pies picando el grano, haciendo recados y visitando a los inmóviles, con los que pasaba mucho rato antes de la visita oficial a la lavandería y que , a pesar del cristal que los separaba, escuchaba perfectamente. Aprendió a subirse a los árboles y, todas las noches, esperaba a la vieja para contar las frutas y sumarlas a las del día anterior. Debía dejar seis naranjas sobre la mesa, las más hermosas. Apartaba las abiertas y deformes para mermeladas y las sobrantes se repartían en dos cajas en las que se leía "alcalde" y "casa consistorial". Todos los martes, a las 10 en punto, la criada del alcalde aparecía en un carromato conducido por un mozo. Bajaban, el mozo cargaba las cajas y la asistenta rubricaba un papel que la vieja guardaba en un cajón. Era una operación automática, sin miradas ni palabras, tan sencilla que llegó el día en que Jensen se encargó de recibirlos.
Algunos domingos, mientras sonaban las campanas de la iglesia, la vieja degollaba a la gallina más vieja, hervía agua en la perola más grande y en ella  la introducía para que el niño la desplumara. Las plumas se hervían y guardaban en bolsas para luego formar parte de alguna almohada o colcha intercambiada, a su vez, por ropa, comida o semillas.
En ocasiones le dictaba la compra que traería al día siguiente (azúcar, leche, semillas de zanahorias y maíz), le enseñaba a contar las monedas y dónde debía comprarlos (como si lo necesitara). El maíz lo compraba cerca de la casa de las hermanas, a una manzana de la vieja, donde siempre le hacían esperar y por tanto, la última tienda en visitar.  Aquella tarde se paseó por lo que fue su primer hogar, convertido en un montón de cascotes malolientes. Llegó hasta la cocina y, en la única pared que quedaba en pie, volvió a recorrer con la mirada las líneas de los pocos azulejos que quedaban y reconoció las caras de los desconchados. Sacó algunas semillas de zanahoria y dibujó algo parecido a su nuevo jardín y cuando el viento lo borró volvió a la realidad. Seguía apestando. Al llegar a casa colocó cada cosa en su lugar y, guardando cajas, descubrió otra con fotos de una joven en lugares desconocidos. Hoy no visitará a nadie, prefiere a estos nuevos inmóviles. 
Sonríe al verse tan joven, tan libre, cuando todavía olía a viento y a sal, cuando llevaba el pelo suelto y se ponía lo primero que encontraba, cuando el mundo se le hacía pequeño y, en su ruta hacia ningún lugar, encontró otra vida. Creyó que sería por poco tiempo, no tenía prisa, hasta que llegaron los compromisos, los hijos... En la habitación de al lado se soltó de nuevo el pelo, se puso el mismo vestido de la foto y descalza, se reunió con Jensen que miraba y remiraba, ya no era tan vieja. Durante la cena le habló de la costa, donde había nacido, de los barcos y la gente de mar. Hablaron durante horas hasta que, a las 10 en punto, Jensen abrió la puerta.
El viento golpeaba las ramas aquella noche, parecían espadas blandidas por  piratas protegiendo su tesoro. Soñaba con pescas de altura acompañado por los inmóviles y la vieja al timón, turbados por losllantos de una mujer. Con la puerta entreabierta vio a la criada del alcalde llorando y acusando a la vieja. -"Yo me encargo", le respondió ella, mientras acercaba un pañuelo a la criada que se fue golpeando la puerta. La mañana siguiente transcurrió más seria y callada, como las siguientes y las noches las pasaba en la cocina revisando los pedidos pieza por pieza. Semana a semana menguaban sus fuerzas, obligando a Jensen a hacerse cargo de animales, compras, recogida de fruta y cerrado y apertura de la lavandería. No dejaba que tocase la fruta una vez recogida, excepto las seis naranjas de la mesa que ella ni probaba, tocando y recontando hasta la extenuación hasta que le hizo prometer que, cuando ya no estuviese, vaciaría el cajón de los sobres y partiría a ver el mar.
Sentado en la muralla, observa al párroco, al alcalde y los vecinos mientras la pala se hunde en la tierra que la cubrirá por completo. Allí esperará al inicio oficial del invierno, cuando la niebla cubre el valle. Una niebla que no desaparecerá hasta que el viento siberiano traiga consigo la nieve.

martes, 10 de febrero de 2015

Jensen: El milagro de Chefessa Cap. 2: Crece




Paralizada quedó La otra, al abrir la puerta. A punto estuvo de pisarlo al salir para ver quien llamaba con tanta intensidad. Ni una palabra, ni un gesto, solo la cabeza baja y los ojos fijos en la estampita de la Virgen de los Desamparados que nadaba sobre las mantas. Se abrazó a su mantilla agujereada para protegerse de las gotas que le mojaban los pies hasta que Esa llegó a su lado. Patearon el cesto hacia el interior cuando, al levantar una de las telas, escucharon el gorgojeo como el que hacen los gatos cuando se ahogan. Pensaron llamar a la policía pero, La otra, estaba segura de haber visto al párroco corriendo calle abajo y por lo tanto, el responsable del paquete. Tal vez, el niño, era fruto de sus devaneos con la criada del alcalde, también ellas habían escuchado los rumores, o quizás era el hijo del mismo alcalde. El párroco conocía la lealtad que su padre le profesaba. Sería su último secreto, si, seguro que era algo de eso, seguro. Ninguna de las dos sabía qué hacer con aquello, ni ganas, ni medios, ni lugar donde meterlo. Mientras el viejo pocero trabajaba las hermanas ocupaban el sofá y luego, cuando fue hospitalizado, "Esa" se quedó su habitación insinuando algunos dolores reumáticos imaginarios. La decisión no tardó en llegar, tras aquella noche de llantos, vómitos y heces líquidas, la cocina era el lugar adecuado para dejarlo. 
Durante los primeros años nadie tuvo noticias. Cuando las vecinas se cruzaban con alguna de las hermanas la tentación de saber acuciaba, pero conociendo como se las gastaban cualquiera de ellas, era mejor preguntar al frutero, al carnicero, al doctor o a las vecinas cuyas casas colindaban con aquella cochambre. Parecía increíble pero ni alcalde, ni párroco sabían nada. En el camposanto no había novedad desde el entierro del pobre Pancracio, al menos, eso, era tranquilizador.
La mañana anterior a todos los santos del cuarto año, vieron a La otra con un pequeño de la mano, en nada se parecía a ellas ya que tenía el pelo rubio y la piel blanca. Iba limpio y parecía bien alimentado, seguro que había salido al padre, por suerte. La actividad del pueblo se paralizó para ver cómo se dirigían hacia la lavandería. Jamás, en todos los años que llevaba abierto aquel local, habían visto a ninguna de las dos acercarse allí, lavaban en el río, como las antiguas. Como si el padre no hubiese dejado un buen dinero para mantenerlas... Aquella mañana, la criada del alcalde recogía la colada y fue testigo de como Esa, La otra y el niño se plantaban frente a la máquina más cercana a la puerta. -"De ahí saliste tú", decía Esa. -"Por eso olías tan bien", apostillaba La otra, mientras leía los carteles: Solo lavado: 2€, lavado y secado: 4€, lavado y secado especial: 7€. Aunque la vio por primera vez y pese a su corta edad  estaba seguro que la suya era la del lavado especial, era la más grande y reluciente. Realmente era preciosa, su madre. 

                                        


Aquel día,  también descubrió que existían otras personas como ellos. Nunca había salido de aquella casa, sus días transcurrían bajo la mesa escuchando como bullía el agua o siguiendo con los ojos el diseño de los azulejos de la pared. Había encontrado caras entre los desconchados y, con las migas que caían, hacía dibujos. El ronquido del grifo, los ratones subiendo y bajando o alguna vez la radio, eran los sonidos de su vida ya que, Esa y La otra, no eran dadas al parloteo y le tenían prohibido salir de aquel cuarto. Entendía las palabras aunque no las usaba más que lo necesario, pronto aprendió que al pedir, llorar o hacer ruido obtenía un buen sopapo. Allí abajo, cubierto por el mantel polvoriento y raído, se sentía a salvo. Tras conocer a su madre la curiosidad le encontró y, cuando nadie le veía, subía a la mesa para mirar a través de la ventana. Descubrió personas con faldas y bolsas, con faldas y sombreros, con faldas y moños, pero ninguna como su madre (ninguna como la suya). Algunas noches, cuando estaba inquieto, saltaba por la ventana y se acercaba a verla tras la verja. Eran curiosas sus facciones y deseaba escucharla pero, mientras esperaba que llegase ese día, se conformaba con la foto del papel. Una mañana, al llegar de una de sus excursiones, se encontró con el médico que venía a llevarse a Esa -"necesita una operación urgentemente", dijo y con ellos dos también se fue La otra. ¡Por fin, la casa para él solo!. Se sentó en el sofá y entró en la habitación a rebuscar la comida que escondían en los cajones. Cuando se aburrió salió a la calle para ver a su madre, cruzándose con faldas con gorro, faldas con bolso, faldas y pantalones... que no hacían nada más que caminar. Se distrajo siguiendo a unos y otros que escogía según el color de sus ropas o el olor que desprendían... Le miraban igual que las hermanas al echarle de comer y decidió dar cierta distancia a sus víctimas, parándose y mirando hacia otro lado. Siguiendo a dos pantalones se encontró ante el mayor descubrimiento hasta aquel momento: Seres inmóviles tras una ventana gigante y de la que salía un olor buenísimo. El bullicio le aturdía, una multitud caminando en círculos con los brazos llenos de ropa que cambiaban al salir de aquel cuarto. Después de mudar todo su atuendo recorrió el centro comercial buscando aquel olor hipnótico. Decenas de barras de pan caliente expuestas en un mostrador al que corrió antes que aquella hambrienta marabunta las hiciera desaparecer. Mientras pellizcaba su barra se acercó a la que le daba queso cortado, la que cantaba la bondad del lomo, las bolsas de leche... para terminar sentado a los pies de uno de aquellos seres inmóviles que le sonreían. Al salir comenzaba a anochecer y se apresuró para ver a su madre, con algo de suerte podría escucharla. Se sentó frente a ella, mirándola fijamente hasta que una vieja con zapatillas y falda a juego, antes de cerrar, le acompañó en su contemplación.
Los días se repetían, se tiraba en la cama de Esa y se levantaba para reunirse con los inmóviles y al anochecer iba ver a su madre hasta que cerraban. El centro comercial era un lugar agradable, caliente y además no tenía que rebuscar en los cajones para encontrar comida. Le molestaba el ruido que producían los caminantes en círculos, pero encontró como esquivarlos. Bajó a buscar pan y aquellos lomos y quesos tan buenos, abrió una lata de refresco y se fue al baño. Había un secador eléctrico y jabón con olor a manzana y sebo, allí apenas había gente y podía comer con tranquilidad. Se miraba en el espejo pensando en lo diferente que era de ella y lo mucho que se parecía a los inmóviles, "a lo mejor se han confundido", pensó, "a lo mejor soy uno de ellos y me dejaron allí para limpiarme". Después de lavarse y atusarse el pelo, guardó su lata en el bolsillo y salió. El pitido de aquella máquina abalanzó contra él al tipo más gordo del local, que le gritaba y preguntaba por su madre. - "Mi madre es la lavadora del lavado especial, la de 7€, pregunte a cualquiera, todos lo saben". 

jueves, 5 de febrero de 2015

Jensen: El milagro de Chefessa Cap.1: Nace


 A los malvados los mata su propia maldad; los que odian serán castigado. Pero el    señor salva la vida a sus siervos. ¡No serán castigados los que en Él confían!. Salmo 34. 


En pleno centro de Italia, donde la cremallera se atasca con el gemelo, se encuentra Chefessa, una villa entre la modernidad y la tradición. Un pueblo interior tranquilo y próspero gracias al turismo religioso/familiar que proporciona la reserva natural que circunda sus límites. Salpicada por múltiples ermitas, una concatedral y una gran casa consistorial en lo alto de la loma y, en gran medida, responsable del nombramiento de la reserva, es lugar de descanso para la curia. Por su valor ecológico ni alcantarillado, ni carreteras pueden acercarse a sus instalaciones por lo que, el obispado, decidió construir un helipuerto.
Es una de esas noches pesadas llenas de mosquitos, sudor y gatos en celo. Noches de descanso nulo en el que uno se mete en casa porque no hay nada mejor que hacer. Los maullidos de aquella maldita gata la han despertado: "Parece un niño llorando, así se la lleve el diablo". Con unas chancletas, un vestido fino y la cesta de la colada, clapclapea por una calle repleta de murmullos que, saliendo desde las ventanas reverberan entre paredes y aceras vacías. Fue una colada a las 5 de la madrugada, nadie se explica por qué pero esa noche, la lavandería, permanecía abierta. Se encontraba inusualmente sucia: Botellas, bolsas, papel de aluminio, fruta, cubiertos y varios charcos de un líquido oscuro que apestaba y hacía las delicias de abejas y mosquitos. Después de vadear el suelo escoge la lavadora más apartada y espera a que termine el programa corto. Por lo menos se está más fresco que en casa y por la mañana podrá remolonear un poco. Aunque el nauseabundo olor dulzón y acre se había mitigado, todavía mareaba. Con el entrar y salir a coger agua de la fuente consigue escucharlo. Es la lavadora más pringosa y teme abrir la puerta. Grita a una pareja que pasea por la calle, repitiéndolo dos veces más, hasta que comienzan a salir algunos vecinos a las ventanas. Pronto, la calle se llena de curiosos que no saben qué ocurre, a la gran mayoría ni les importa pero han acudido puede que atraídos por los gritos o simplemente por salir del horno en que se habían convertido sus habitaciones. Ante la algarabía, el sonido procedente de la lavadora cesa hasta que la vieja con zapatillas y falda a juego se hace paso entre la muchedumbre, retira a los curiosos para tener campo de acción y consigue que la temerosa lavandera articule palabra. Con las piernas entreabiertas y suavidad cirujana accede al seno sanguinolento del que, después de varios movimientos, saca un rechoncho y somnoliento bebé. El pueblo decide el nombre de Jensen, en honor al vientre  del que surgió y, después de comprobar su perfecto estado de salud, las autoridades, se dedican a buscar una familia.




En las ciudades pequeñas las noticias vuelan, se desarrollan y, antes que el interesado toque suelo, todo el mundo conoce la solución al problema. Así ocurrió con "el hijo de la lavadora", la familia más acorde para encasquetar al "acontecimiento" fueron dos hermanas: "Esa" y "La otra", hijas de un pocero y conocidas por denunciar, años atrás, la desaparición de la menor "La perdida". La policía no encontró indicios de asesinato o secuestro y decidió esperar a que apareciese de nuevo. El nacimiento de Jensen fue el resultado lógico, aquel alumbramiento, sin duda, coincidía con el modus operandi de "La perdida", abandonándolo de aquella manera para volver a desaparecer. 
Quizás el hedor que circundaba la vivienda o la poca sensibilidad que demostraron más adelante, tuvieron algo que ver con el rechazo vecinal a aquella familia. Todos estaban de acuerdo en la bondad y buena predisposición de Pancracio, al que una mujer casquivana y digámoslo claro, sucia, abandonó por un vendedor ambulante, dejándole tres hijas herederas de sus malas maneras. Pancracio, el pocero, gozaba de las instalaciones de la casa consistorial una vez al mes. Comía, vaciaba la fosa séptica y , después de un buen baño de espuma, reparaba luces o apretaba algún grifo. Fue el diablo quien hizo que dos días antes de acudir al vaciado de la santa pila, una furgoneta de correos se desplomase por el foso que limpiaba. Tardó tres horas en aparecer un voluntario que bajase a la inmundicia para envolver al buen pocero y transportarlo en ambulancia al hospital. Tras 6 horas de operaciones, transfusiones y oraciones por su alma "Esa" decidió trasladarlo a otro hospital en contra de la opinión del alcalde, el obispo y la ciudadanía en general, donde se repone de dos pequeñas deficiencias en el habla y el aparato locomotor. La falta de responsabilidad de aquella mujer obligó al obispado a negociar con la veintena de poceros que doblaban y hasta triplicaban el presupuesto de Pancracio, dios lo tenga en su gloria. Después de un mes de arduas negociaciones y una cura de descanso de la conferencia episcopal, el Señor escuchó las plegarias de sus representantes en la tierra, anegando las tierras bajas con un río de santa pestilencia y ahorrando a las arcas eclesiásticas el pago del abuso del que iban a ser objeto. Fue el mayor desastre ecológico de la comarca, siendo noticia nacional para mayor vergüenza de todos. Aquella maldita mujer, aquella bruja engreída y tozuda privó, al buen pocero, de hacer aquello para lo que estaba llamado, el vaciado de la divina cloaca. El ayuntamiento se vio obligado a crear un impuesto especial para la limpieza y entre colectas y donativos para las reparaciones, la casa consistorial tuvo su conexión al alcantarillado y Chefessa volvió a su esplendor de siempre, aunque "Esa" y "La otra" quedaron marcadas por su insensibilidad y no aportar ni un euro para reparar lo provocado.
Sin voluntarios para tamaña tarea, el párroco sacrificó su integridad al ser obligado a llevar a Jensen y la correspondiente canastilla con todo lo necesario para un mes: pañales, leche, biberones, una manta y una estampita de la Virgen de los Desamparados que lo protegiese de sus cuidadoras. Llamó a la puerta en repetidas ocasiones sin recibir respuestas pero reconoció, en la lluvia repentina, la señal que el Gran Hacedor siempre muestra a los justos. La terquedad de aquellas mujeres era desesperante así que, tras aporrear la puerta por última vez, lo soltó allí mismo, al fin y al cabo eran su familia... los designios del Señor son inescrutables. 

jueves, 15 de enero de 2015

La virtuosa.




Cuadro de Nikolay Boskhin
 Hacía tiempo que no la escuchaba. Esa tos que sale de lo más profundo de las entrañas, esa tos a dos tiempos acompañada del aullido final. La tos preocupante que me despierta a diario, como si fuese un reloj y que dice que es tos de estibador portuario. A estas horas de la madrugada huele a pan. La panadería del barrio  despierta y vende sus olores a lo largo de la ciudad. Veo a Ángel, el vecino con camiseta y pantalón corto y un escalofrío me estremece. "O lo mata el tabaco o una neumonía". El asfalto centellea entre luces y rocío pero la idea de pan caliente me lleva frente a una verja que no se abrirá hasta dentro de dos horas. Ángel me llama desde la cafetería  y, aunque me resisto, su sapiencia horaria de los repartidores me sienta en una mesa con dos cafés y un copazo de pacharán. Ni un atisbo de vida inteligente. Mientras el dueño me sirve un colacao, las noticias se cuelan en la conversación, pasando a la mili y terminando con la infancia de Ángel. Hijo y nieto de guardia civiles y ahora, que el temor ha desaparecido, nombra por primera vez. El padre muere joven, en servicio y los tres hermanos conocen a una abuela que viene a sustituir a la madre enferma. Jamás la han visto aunque sí escuchado las historias sobre lo muy virtuosa que es Mercedes. La madre alababa la virtud de su suegra que, pese a la soltería y su doble maternidad nadie en el pueblo, ni en el cuerpo afeó jamás el gesto o maldijo su nombre y todos, sin excepción, alabaron la suerte del abuelo. El fallecimiento de la enferma al poco tiempo y la independencia de los dos mayores, que ya trabajan, dejan a Ángel con una abuela que le contará, por fin, la parte de la historia que faltaba.
Cántabra de nacimiento y como única familia su padre, aprendió el manejo de los naipes de mano de un marinero inglés que llegó con un naufragio y se quedó a vivir en el pueblo. Compañero de chapuzas del viudo y que, en los ratos de taberna, enseñaba a jugar al paisanaje. El padre adoraba aquel juego pero, por eso de no pasear a la niña a esas horas de la noche, reunía a los amigos en casa. Entre copas de orujo, humo de tabaco y cierta camaradería aprendió la pequeña Mercedes a farolear y, sentada en las piernas del inglés, el significado de una buena mano entre sus piernas. Se jugaban las pocas pertenencias que había: azadas, leche, pan, cupones de comida, zapatos, alguna manta... hasta que la muchacha tuvo edad  suficiente y el inglés la ganó con una pareja de doses. Aquella épica partida quedó impresa en la leyenda del pueblo y, a día de hoy, puedes encontrar a mayores que la narran con todo lujo de detalles incluso, alguno, jura que la vivió en primera persona. El inglés no solo ganó una mujer sino la casa y un compañero de juerga. Todos salieron ganando en aquella partida ya que, la vida de Mercedes se  convirtió en abundante. Abundancia en juergas, víveres y ajuares, hasta el punto de hacerse con más camas, sábanas, pucheros y aperos de labranza de los necesarios, transformando, así, los excedentes de la suerte en un puesto en el mercado de los martes. Las mujeres recelaban en recomprar aquello usurpado la semana anterior, y comenzó a imitar a aquellas de las que le había hablado el inglés, asesorando en amores, salud o dinero y, con el pago, devolver la tartera o el colchón de lana. Tal fue el éxito de la empresa que comenzaron a agolparse, la mañana siguiente de la partida, ante la nueva puerta (esta jamás fue devuelta), con la excusa de recuperar lo perdido. Pronto aprendió los secretos que el tarot desvelaba y así, la fuerza del bebedizo para el amor o el saber que pronto llegaría una herencia, la cataplasma para el reuma o el remedio para que las vacas dieran más leche, se hizo igual de imprescindible para ellas como las reuniones nocturnas para ellos. El tarot desvelaba cualquier advenimiento maligno y conocer lo que los hados tramaban renovaba los ánimos de sufridas esposas, que llegaron a ver como positivo el menoscabo que el póker provocaba en sus maltrechos hogares. La noche que nació el primer hijo, nació también la primera partida de la casa cuartel. Mientras Mercedes era atendida por las vecinas en casa, padre y compañero atendían a la benemérita en aquella buena nueva. Nadie volvió a verlos. Ni abuelo, ni padre de la criatura volvieron a pisar aquella casa para recoger ropa, despedirse o dar explicaciones. Corrieron rumores de que los vieron embarcar aquella misma noche, que la guardia civil los descubrió haciendo trampas, que habían huido por que el sargento les había desplumado... Se los había tragado la tierra y quizá, fue mejor así.


Aquello provocó la mudanza de las reuniones nocturnas y aunque, la joven madre, mantuvo prestigio y videncia en horario de 9 a 5, ya nadie devolvía los cerdos, zapatos o enaguas. La merma de ingresos y su habilidad como tahúr la convenció de lo que las parroquianas le solicitaban desde hacía meses. La noche del 13 de marzo está inscrita en la casa cuartel como la primera, que no la última, en que una mujer despojase a la jefatura del cuerpo de sueldos, camisas, víveres y enseres. También la que fraguó el apodo y la leyenda pues, de 9 a 5, retornaba a las clientas los objetos reclamados. Martes y viernes, ineludibles. A sangre y fuego, nada finalizaba hasta que no quedase un único ganador, prohibido abandonar la mesa a medias, todo o nada. Cuando las manos no acompañaban "la virtuosa" pagaba con sexo para que, aquel  admirado sacrificio, no deteriorase sus ingresos. Cuando esto ocurría, los lugareños la veían caminar cabizbaja, repasando las jugadas que la habían vencido. Así nació su segundo hijo, Amador. El hijo de la virtud, del sacrificio, el hijo del cuerpo, el hijo de una mala mano. Amador trajo bajo el brazo el incremento de la reputación de su madre y el número de solicitudes de traslados a la casa cuartel. La solidaridad por el bienestar de aquel pequeño y perdido pueblo cántabro era conmovedora. Fue el caso de un joven cabo que, en las ocho semanas que participó, no ganó ni una sola mano. Ayudante personal del capitán, fue encargado del cuidado de los hijos de Mercedes en el cuartel y escoltarlos, posteriormente, a su domicilio. 
De aquel día poco se habla, porque el capitán había prohibido el juego a su ayudante, sin embargo, aquella última vez, mantuvo un mano a mano con varios contendientes acabando con todos ellos. Solo fueron ellos, Mercedes y el cabo, quienes pasaban, pedían carta y apostaban y, como antaño, "la virtuosa" ganó un hombre y un padre para sus hijos. Dicen los más viejos del lugar que la alegría llevó a la decepción cuando el cabo regresó al cuartel de Galdakao, al que luego perteneció el padre de Ángel, Amador.
Durante los primeros años de convivencia de Ángel y Mercedes, la virtuosa, retomó las videncias de 9 a 5 que pagaban facturas, compraban comida y, cuando la noche se daba bien, caían algún par de zapatos, camisas nuevas o abrigo y bufanda para el invierno. La abuela lo animaba a estudiar y abandonar la herencia de una muerte prematura. Él debía encargarse de finalizar con aquella maldición, aunque estudiar no era lo suyo. A sus 17 años abría habitualmente el baúl donde la mujer guardaba,entre bolas de naftalina, los uniformes de sus hombres, incluso se había probado el del tío que, parecía, tuvo sus hechuras. "La virtuosa" lo descubrió la noche anterior a su décimo octavo cumpleaños, fue tal el berrinche que desapareció hasta la mañana siguiente en la que cargó al hombro el baúl y lo quemó en el patio de atrás. Sudorosa y oliendo a humo, puso en la mano del muchacho la tarjeta de visita: Ramón Igarabide - capataz portuario.