lunes, 2 de marzo de 2015

Jensen: El milagro de Chefessa. Cap. 5: Desaparece.



Con las piernas agotadas por el trayecto decide dejar de pensar y embrutecerse con el sonido del viento. Le habla de sentidos olvidados, de ruinas perdidas, de homenajes al sol. Se ha sentado al borde del camino para beber y mirar atrás, ni un alma a su alrededor y el sentimiento de estar vivo se agranda. Pequeños insectos acompañan su ascenso, una vida dedicada a la subsistencia, sin quejas ni dudas, sin miedos, sin consciencia. Perfecta adaptación a un medio conquistado silenciosa y mansamente. En su retorno a la cima el pie patina y un pequeño alud de piedras se desprende de sus pisadas que ruedan ladera abajo, llevándose las moradas de dios sabe cuantos de ellos. Lo contempla sin dolor, con naturalidad, como la visión del cementerio, que muestra la estatua de su ángel exterminador blanca, impoluta. Ha llegado al final del camino, por fín. 




Le prometió, se prometió que algún día visitaría el mar y a su muerte su mudó  a la costa. Al zambullirse sintió el agua, tan caliente que se acordó de aquellas gallinas a punto de ser desplumadas e inmediatamente salió de aquella enorme sopa. Se quedó en la orilla, viendo a todos los turistas como aves descabezadas perdiendo plumas para convertirse en almohadas para todo aquel que tuviese algo que intercambiar. También observó como lanzaban sus monedas a las fuentes que luego recogían  funcionarios con monos amarillos, eran igual que los pollitos arremolinados a sus pies. Así conoció "al greñas" un hombre viajado y que cuanto más veía, más quería conocer. Él le había contado historias sobre ballenas saltarinas del sur o los enormes témpanos de heces del Himalaya. Monolitos turísticos y en su día grave problema gubernamental, pero que, con gran sabiduría han sabido revertir. Ellos, a diferencia de la gran Chefessa, lo solucionaron vendiendo estos témpanos en forma de souvenir (bien como bola de nieve, bien en forma de diorama del relieve). Era un gran tipo, "el greñas", gran sentido del honor y el humor. Cuentan algunos compañeros de aventuras que en su último viaje quiso estar en primera plana y una ballena aplastó su embarcación en la caída de un triple salto con tirabuzón y medio. Descanse en paz.
Desde la cima se divisa el valle, el ayuntamiento, el centro comercial y hasta puede adivinar el jardín de la vieja. Se pasea por los desiertos e inmaculados jardines de la casa consistorial, el viento ondea una pancarta de bienvenida para dentro de dos días ¿cómo será el nuevo párroco? ¿y el alcalde? desde luego no imagina a ninguno del pueblo en el puesto. 
Consigue internarse en la iglesia y descubre el confesionario automático, una moneda por contarle los pecados y una  buena penitencia (encender velas, rezar un rosario a alguna virgen o santo que deberás descubrir previo pago). Al salir de allí se acordó de "su madre" ¿seguiría abierta la lavandería? 
De vuelta en el valle se acerca al centro comercial, en el escaparate siguen los mismos inmóviles, no así el interior que ha variado considerablemente. El pan ya no está en el mostrador, ahora lo sirve una muchacha sonriente, a la que debes pagar y ya nadie regala queso, lomo o jamón. A cada paso hay un detector de metales que pita por todo. Hasta los inmóviles de dentro se han ido, lógico, con tanto pitido no hay que se aclare. En la lavandería ya no está su madre, en su lugar han puesto una secadora ultra rápida de última generación. Está llena de luces y silenciosa y lo más increíble, al mismo precio de siempre. 
En su paseo hacia la que fue su casa se cruza con caras que le resultan familiares, faldas con ojos, pantalones con corbata, faldas con faldas... y un árbol donde antiguamente estaba la cocina del pocero, sin duda un zanahorio. Ya nadie le mira, ni siquiera el vendedor de maíz lo reconoce,se ha convertido en uno más. Quizás, ahora, sería buena idea  presentarse a las elecciones a la alcaldía.

Jensen: El milagro de Chefessa Cap. 4: Muere



La niebla le comía los huesos pero también lo ocultaba, si se acurrucaba contra la piedra de la tumba, de miradas externas. Seguía contando las naranjas que ya nadie recogía, así que las cortaba y se las daba a las gallinas. Recogía sus huevos, que apilaba en la nevera, ya que ponían más de los que le daba tiempo a comer. Abrió el cajón para comprar maíz y tomó una decisión. Comenzó regalando los pollitos, luego las gallinas, hasta que le tocó el turno a la comida que sobraba; un poco aquí, otro allá, aprovechando las cajas de la alcaldía y la iglesia. No había predilección, ni notificación previa, solo una caja en alguna puerta al azar. Se vistió con toda la ropa que le cabía, antes de perder la movilidad y vació el cajón, dejando todas las llaves sobre el felpudo para que las recogiese cualquiera. Al llegar a la lavandería hizo un guiño a su madre, que carcajeaba jubilosa por la decisión, comenzando el camino al cementerio, por última vez.

                                       

Aquellas luces amarillas y azules iluminan un cuerpo ennegrecido por la tierra putrefacta, la tierra del que, un día, llamó padre. Dos policías sentados sobre ella y un tercero intentando calmarla y ponerle las esposas mientras grita -"¡No había otra manera, no había otra manera!". Sanitarios buscando calmantes, otros comprobando los amarres de la camilla, ruido de voces masculinas que no mitigan un ruego que estremece -"No me laves, no me saques la tierra, todavía no se ha impregnado!"

Limpió en varias ocasiones el espejo ya que el vaho daba, a aquella cara,  la apariencia del llanto ¿Quien era aquella que se reflejaba? Tal vez, la nausea la provocó la maldita peste que aparecía al recordarlo o contemplar aquel cuerpo fláccido, lechoso y obeso. Reconocer la mirada plana e insegura en unos ojos que fueron pintados, retratados  y ensalzados hasta creérselo, ojos que su padre no dejaba de admirar cuando llegaba tambaleándose y se escabullía hasta su cama. Ojos en los que su madre adivinó lo que ocurría y no dudó en enviudar para pararlo, ojos que enviaron con aquellos en los que debía confiar. Tardaron dos años en reaparecer las manos furtivas, olvidadas cuando nadie estaba cerca hasta que, poco después, ya no importaba si la sala, la cocina o los pasillos estaban repletos de gente -"me gusta el peligro", le decía. Luego, llegaron las elecciones ganadas, las noches de reuniones, las vacaciones de la señora y, aunque cerraba su cuarto con llave, él siempre conseguía abrir. -"Nunca cierres los ojos, déjame verlos", las mismas palabras e idéntico hedor a sudor rancio y aliento alcohólico que el mal nacido que la vio nacer. Esta vez no buscaría refugio en ella, lo buscó en la bondad, la equidad, la santidad de un párroco que dividió su cuerpo y su tiempo entre la alcaldía y dios. Buscaba compañía en las limpiadoras, en las ayudantes, en las mujeres de bien que visitaban la iglesia, pero él se las arreglaba para quedarse a solas y culparla de sus arrebatadores encantos. Nadie supo de sus sangrados ni de sus abortos, nadie supo del parto a solas, de madrugada, a nadie llamó la atención su ausencia durante la aparición de un recién nacido en la lavandería y que ahora vive con su madre. Intentó controlar la repulsión que le producía verlo semanalmente, que no se notase el escalofrío que le recorría al tener que tratar con él y la culpó. Fue ella la culpable por no ver, por no saber, por arrastrarla con aquellos que acabaron con su vida. Ella lo había empezado, ella debía terminarlo, se lo debía. Con lo que no contaba era con que, en su cobardía, terminase antes con su vida abandonándola a su suerte. 
Entre la lluvia y las sombras, la noticia de la muerte del alcalde y el párroco recorre el pueblo. Envenenados, dijeron, por algo líquido, apostillaron después de análisis y autopsias despertando el temor a un atentado colectivo. En ella apareció el regocijo de una sonrisa imperceptible, orgullosa de su linaje.  Ahora podría deshacerse de aquel olor a sudor y semen. Creyó que ver ambos cadáveres en las camillas, abiertos en canal acabaría con la peste que le acompañaba desde hacía veinte años, luego lo intentó lijándose la piel hasta el sangrado, pero tampoco fue efectivo. Recordó y se angustió en la certeza de que nada la libraría de aquel peso. Lavó su ropa durante horas, hasta que lo vio pararse frente a la lavandería camino del cementerio y encontró la respuesta. Empaparse en la tierra de aquel que originó el dolor, oler a muerto. 
Mientras la trasladaban a la ambulancia lo reconoció, vio su silueta tras la tumba de su madre y la fetidez volvió a invadirla. No llegaba a los cuarenta y parecía una anciana. Maldita mi suerte, malditos todos, maldita yo.