viernes, 23 de septiembre de 2016

Y dios se llama mariadelcarmen.



Hacía años que no coincidíamos. Normal, pensé, porque hace años que no me muevo en condiciones por aquí. Las horas que he dedicado a esta ciudad han sido medidas, aunque... también podríamos habernos encontrado por ahí. 
Patri está estupenda. Se mantiene en forma. Las mechas y ese corte, le dan el aire juvenil que no tuvo nunca. Vestido blanco de encaje y piel tersa, morena, cuidada y esos dedos de ET que siempre le alabé y que tanto le fastidiaban en el instituto. Le ha ido muy bien. Su padre es conocido por su imperio alimentario del que maman los 5 hermanos, las nueras, los yernos, los nietos y algún tio despistado. "Vente unos días a la playa, te hará bien y podremos charlar largo y tendido. Ya sabes que allí, siempre sobran camas". Es un chalet en pleno paseo de Playa América. Cuando entras se encienden las luces sólas, al igual que las persianas o las ventanas, que se abren o cierran a golpe de voz. "Impresionante, oye!" y ella sonrie, orgullosa. "Esta casa era de mis padres, se la cambié por la mía porque era demasiado moderna e incómoda para ellos. Demasiados pisos y mi padre jugaba con los botones del ascensor. Una vez, tardamos 2 horas en poder abrir y sacarlo. Tu habitación, es la del segundo piso".
El ascensor es dorado, con aire antiguo y un asiento al lado de la botonadura. Imaginé, allí sentado, a aquel buen hombre para arriba y para abajo, mientras se reía de la desesperación de todo el mundo. Al segundo piso se accede sólamente en ascensor, entras directamente en la habitación. Puedes cerrar la puerta con llave, para no ser molestado. Una cama enorme, sofá, televisor, la puerta del baño, la del vestidor y dos terrazas: una enfrentada a la otra. La de delante da directamente a la playa, desde el sofá parece un trampolín, auque la mesa de hierro forjado invita a pasarse las noches en blanco. La de atrás, más sencilla y grande, está jalonada de flores moradas y blancas y cuatro tumbonas blancas desde las que puedes ver el tejado del polideportivo, repleto de gaviotas. A esta hora de la tarde, ya está en sombra. Voy al baño y quiero lavarme las manos, el agua no sale y cuando llega la dueña, me encuentra dándole órdenes a un grifo que no me hace ni puñetero caso. Hay que poner la mano debajo. Me pregunto que pasaría si un desastre electromagnético estropeara todas esas células: las de movimiento, las fotoeléctricas, las de voz, las de presión...¡Cuánta modernidad, mariadelcarmen!
La vida se hace en la planta baja, más amplia y fresca que el resto de la casa. ¡Qué bonito y confortable es el lujo! Desde allí puedes acceder directamente al mar. Aparece Sergio, el marido de mi amiga, un hombre bajito, chepudo, con parálisis facial izquierda y una cojera tremenda. Al verme se presenta, charlamos durante media hora y se despide. Nos dejará solas durante la semana, para que hablemos y hagamos "nuestras cosas. Ella tira de álbum para  las fotografías de los niños, de viaje por Europa. Desconozco a quienes se parecen estos dos bollazos. Tras un par de horas entre recuerdos, salimos a cenar. Es estupendo volver a reconocer aquella química de antaño, aquel charlar sin juzgar, aquel soltar para desahogar, para reir, para liberar. Ahora recuerdo por qué nos buscábamos.
Los días siguientes pasaron rápidamente, siempre nos acompañó algún hermano, alguna cuñada, algún sobrino. Me llama la atención que todos tengan alguna enfermedad, alguna parálisis, alguna deformidad, tanto, que pensé que, salvo el menor, ella es la única normal de la familia. Paradita, si; plana, pero sana y razonable, como siempre. Cuando conocí a Patri, no destacaba por su belleza, ni mucho menos por su inteligencia, le costaba mucho entender ciertos conceptos, pero lo iba llevando. Era llamativa su mesura y sus ganas de hablar y escuchar. En una época en la que las hormonas se desatan y van por libre, era extraño encontrar alguien  aparentemente tranquilo, moderado, sin gritos o estridencias. Aunque socialmente nos separasen muchos millones de euros, fuimos inseparables durante unos años, quizás porque ninguna de las dos encajaba con nadie más.



Tras cinco días, una llamada nos trasladó a casa de sus padres. Estaba al final del paseo, a dos kilómetros más o menos. Eran las 9 de la mañana y me pidió que la acompañase, su madre seguro que me recordaba y se alegraría de verme. Aquello era indescriptible. Ya en el portalón se escuchaban los gritos. Al adentrarse en el jardín,  se veía la puerta de entrada abierta y un hombre, con tijeras de podar, entraba y salía, airado. "¡LIMPIATE LOS PIES, DESGRACIADO!" se escuchaba cada vez que entraba... y el hombre se frotaba los pies contra el felpudo. Estaba claro que era el jardinero, pero luego salió otro joven con camisa blanca, pantalón azul y corbata a juego, luego una señora rubia, despeinada, toda vestida de blanco, y otra, y otra y otra más. Tras todos ellos se veía a una anciana bajita, rubia, de ojos achinados y dos muletas, con  babero en ristre y pantalón vaquero. La mujer juraba en arameo, repetía una y otra vez que allí mandaba ella, mientras el resto hablaban a la vez. Me quedé atrás, para no intervenir, disfrutando aquella escena de las mejores películas mudas mientras, Patri, se disponía a poner paz. La anciana, aliviada por la llegada de su hija, calló a todo el mundo y, pasito a paso, salió al jardín, también. Tras ella, casi invisible, había una muchacha de bata blanca y coleta con una silla en las manos tras el culo de la señora. Intenté que no se notase mi satisfacción. El problema lo causó un árbol enfermo, casi seco, por la ineptitud del jardinero, dijo ella. El jardinero se defendía diciendo que estaba perfectamente, la semana anterior. El muchacho de camisa y corbata, era el chófer, al que la anciana obligó a regar con el jardinero por medio, éste al entrar en casa a protestar, no se limpió los pies y la lió. Que si la limpiadora era una puerca, que si la ayudante del jardinero parecía un gnomo, que si la cocinera le sirvió el desayuno frío, que si los muertos de hambre, que si, que si... y mientras, la muchachita de bata y coleta, tras conseguir sentarla, le metía en la boca el kiwi con un tenedor. Aclarado el desaguisado y enviado todo el mundo a sus quehaceres, Patri desvió la atención de su madre hacia mí y aquel torbellino de la naturaleza, se convirtió en mermelada de fresa. Nos obligó a sentarnos a la mesa con ella y desayunar. La mujer de blanco y despeinada, resultó ser la cocinera. Sudaba ostentosamente, a pesar de no ser ni las 10 de la mañana. Se disponía a hacer más tostadas, pero las allí expuestas eran más que suficientes como para todo el personal del jardín, así que sólo aceptamos la taza de leche y el vaso para el zumo. Me ponía muy nerviosa la muchachita de la coleta, era como una abeja rondando alrededor de una flor, la vieja, que terminó por enviarla a fregar el baño y nos dejase tranquilas. Estaba más que claro quién mandaba allí, quien era dios y así se comportaba con el servicio. A sus 90 años y pese a su aparentemente fragilidad, Carmen mantenía la tiranía del soberano medieval de manera soterrada, era el dios castigador de cada ruido, cada error, cada invención, cada traspiés.  Al terminar de desayunar nos dirigimos a la terraza de la playa. ¿Qué sería de estas casas sin terrazas? Allí, sentado en una mecedora, estaba el patriarca, un hombre bajito, calvo, que se parecía terriblemente a Sergio, el marido de Patri,  vestido con pantalón de raya perfecta, calcetines, zapatillas marrones, gorra de beisbol, polo verde y chaqueta de invierno. El sol, en aquel lugar, era justiciero y daba cosa ver a los niños y sus padres caminar en bañador por la playa y a Mr. Banks abrigado hasta las orejas. A su lado había una mujer de cara amable, dando el parte del estado del hombre. Ojos azules, pelo negro, piel morena, también vestida de blanco. Imagino que aquel era el uniforme de todos los que allí trabajaban, salvo el chófer, tal vez para no desentonar con la decoración. El hombre se alimentaba a través de una sonda, defecaba a través de una sonda, miccionaba a través de una sonda, pero en la mesa auxiliar había un recipiente de barro con un líquido amarillento. No escuchaba, apenas caminaba, casi no veía, ni reconocía, pero en la mesa estaba El Quijote. "Para mi padre es como la biblia" y no pude evitar la imágen del americano sentado en el porche con mecedora, escopeta,  botella de bourbon en el suelo y  biblia en la mesita de noche. Recordé a todos los que conocí días atrás, sus anomalías, sus perturbaciones y creo estar frente a los individuos cero. La américa profunda, se extiende hasta Nigrán.
Con un "tengo muchas cosas que hacer esta mañana" nos despachó Carmen, eso sí, con la promesa de volver a vernos el domingo. Adoraba salir a comer, su estado natural era el de maestra de ceremonias. Empezó por situarnos en la mesa, dar conversación cuando ésta decaía (aunque fuesen banalidades) bromeaba y observaba a su rebaño, sin desatender al patriarca. Encabezando el otro lado de la mesa, sin probar bocado, iba vestido para la ocasión: pantalón azul marino, camisa de listas y corbanda lisa a juego con el pantalón, lustrosos zapatos náuticos con calcetines de hilo, peinado, afeitado, perfumado y las sondas de los domingos, las que se notaban poquito y traidas de Holanda para las festividades. Ella adora los percebes y los carabineros, lo saben todos en el restaurante, hasta los clientes. Los mejores y más especiales son para ella, bajos en sal. El solomillo, al punto, cortado no muy grande ni muy pequeño, para su boca y el vino bueno, que paga ella. Nada ha salido como debía, los percebes estaban salados, los carabineros poco hechos, el solomillo cortado demasiado grande y muy gordo...sólo el postre mantenía la calidad de siempre, tal vez tuviese algo que ver que la pastelera fuese una familiar lejana, pero de casa. La sobremesa se alarga dos horas hablando de viajes, de costumbres, de personas. Ella es la reina de la Muralla China, del Gold Trade Center, del Kremlim... hasta que el patriarca comienza a dar golpes en la mesa, los nietos se disipan y cada oveja se va con su pareja. Regreso a casa, donde tengo que pulsar para que se encienda la luz, tocar para que salga el agua de la cisterna. Me he dado cuenta que se duerme mejor con las piernas algo elevadas y la muerte de las olas en la orilla. A las 11 de la noche, sentada en un sofá vulgar, mantengo vivos el sabor a sal de un atracón de percebes y la intensidad de una comida  supuestamente relajada.
Hace dos semanas de mi vuelta a casa, es Patri. Carmen, el primer día me conoció, el segundo me escuchó, el tercero me observó, el cuarto y quinto reflexionó, el sexto llamó y el séptimo me enchufó en la empresa familiar. Sí, ahora lo sé, dios cumple años, veranea en Nigrán y tiene nombre de mujer: mariadelcarmen.


martes, 12 de julio de 2016

Para Susi Orduña

El mundo según Muhammed Al-Idrisi.

Pienso que el hombre se asoció con otros para tener una oportunidad de supervivencia. En cuando los padres de las sociedades modernas las denominaron del bienestar. Pienso que yo, que nací en pleno baby boom, cuando los premios de natalidad todavía no eran los anticonceptivos, aprendí, bien joven, que era preferible mentir para que te dejaran tranquila, comenzando la dualidad entre vida y sociedad. Si querían católicos, yo lo sería, si franquistas, yo más que nadie, si necesitaban adinerados, yo forrada. Imaginé la sociedad como aquella pirámide alimenticia y busqué mi puesto en ella, por la mitad... era demasido joven. Crecí en una jungla despiadada con el débil, el enfermo, el pobre, el minoritario, porque el rico era el prócer. El estado del bienestar se cebaba con aquel al que debía cuidar, mimar, fortalecer y pensé que debía ser terrible ser viejo y que tu único ocio fuese ver obras o jugar al dominó, ser viejo y te tratasen como un niño, ser viejo y dejar de tener poder de elección. Y les escuché decir que eso iba a cambiar y lo hizo porque entonces entramos los ociosos, los que perdimos los trabajos, las casas, los hijos, las vidas y nos convirtimos en delincuentes para otros, en parásitos, en deshechos y defraudadores para ellos, para los de la sociedad del bienestar.
Mientras pude, cuando creí pertenecer a la numerosa clase media estaba tranquila, tal vez porque no tenía tiempo de pensar. Cumplía mi horario de trabajo, con mis hijos, con mis padres, con las vacaciones y el banco y a la hora de sentarme, me quedaba dormida en el sofá. Todo cambió con la edad, con la madurez, cuando los niños dejaron de necesitar y tuve tiempo para mí y pensé y me divorcié. Fué entonces cuando incluí lo terrible de nacer con una enfermedad rara o una minusvalía o cualquier cosa que te hiciese dependiente, ver a la soledad enseñar sus colmillos más afilados y el futuro tenebroso. Pensé en mi madre, en la que me zambullí durante cinco años, los que tardó la enfermedad en comérsela, sin una yaga, sin una deshidratación. En cuando perdí trabajo y juventud y encontré más tiempo del que podía gestionar.En cuando pinté mi pelo de colores, mi abundancia corporal con telas chillonas y volví a estudiar. Pero ellos, los del bienestar, me trataron como un detritus, como un viejo, como un ocioso. Me olvidaron, me devolvieron al agujero más profundo y húmedo, más laberíntico e irracional que nunca conocí y allí decidí que algún día, en algún momento,cuando salga me marcharé a la India o algún país africano para enseñar a leer y escribir. Volver sentirme útil, necesitada y tal vez, un día, alguna de ellas, lo agradezca con un guiño y pueda, de nuevo, volver a sentirme bien.
Pienso, de nuevo, en cuando me volví loca y olvidé mentir.

lunes, 27 de junio de 2016

Aranceles



Ayer o anteayer, no lo recuerdo porque la reflexión no favorece la memoria, escuché de nuevo una de esas palabras que, cuando somos niños, confundimos con un objeto, como el volante que el médico daba a nuestros padres y jamás aparecía por casa. En este caso, la palabra es: Aranceles. No sé si por vergüenza o porque nadie me explicaba nada, pero estas cosas me producían gran inquietud. El concepto nunca casaba con el objeto y mi cabeza se llenaba de dudas e inseguridad.
Tuve la suerte de tener un padre que trabajaba en una empresa automovilística porque, casi a diario, traía los bolsillos llenos de objetos inservibles pero que, a nuestros ojos, eran regalos: engranajes que servían como peonzas, rodamientos repletos de canicas, muelles con los que hacíamos perchas, anzuelos o llaveros y la joya de la corona: arandelas. Las había cobrizas, plateadas, doradas, cromadas o brutas y, en la cantidad suficiente, eran cómo tesoros de película. Yo hacía collares, pulseras y hasta me atreví a fabricar un xilófono de palos de Miko lápiz con arandelas de color y tamaños diferentes, porque el sonido también variaba con el color, y que mi padre enmarcó para mi orgullo. El sonido era errático y apagado, no así su apariencia que brillaba con la luz y la vibración. Adoraba aquel objeto, era único, especial, era mío.
En casa teníamos claro que éramos pobres como ratas, mi madre lo decía casi a diario cuando alguno pedíamos un helado, un kojak o, en mi caso, un pantalón (era tan flaca que no los hacían de mi talla y se convirtieron en obsesión), pero las ratas no tenían cromos, ni peonzas, ni arandelas, las ratas sólo tenían pelo. No entendía por qué, mi madre, no cogía aquellos tesoros, aquellas arandelas y las usaba, como lo hacía yo en el kiosko que había frente al colegio. Allí compraba chocolate, chicles, refrescos de naranja y agua... Sólo ponía las arandelas en el mostrador y la señora Rosa cogía las que necesitaba, casi siempre eran dos doradas y una plateada pequeña sin cromar, aunque si quería un bocadillo de chorizo cogía, además, tres de las pequeñas. Así aprendi que las doradas eran las más valiosas, las que había que guardar para ser rico y aunque lo dije en casa más de una vez, todos se reían. Me fastidiaba que se rieran de mí, me dolía, pero me convencí de que de esa manera, serían todas mías, sin competencia. Quizás no le concedían valor porque venían en los monos de trabajo (al lavarlos,mi madre  decía que de allí no salía más que mierda y más mierda) y no en una billetera de cuero, de las que adoraba su olor. Tal vez porque jugábamos con ellas ya que, también decía, que los juguetes no valían para nada. Me dediqué a buscarlas antes de que las tirara a la basura, las lavaba y guardaba por tamaños y colores y por la mañana, metía algunas en el maletín, hasta que una mañana encontré el kiosko de la señora Rosa, cerrado. Me colaba por la valla, todos los recreos, para ver si ese día había más suerte, pero no, hasta que me enteré que se habían mudado al centro, pero aquello estaba fuera de mi alcance. Lo intenté con el ultramarinos del barrio, pero allí tampoco reconocían el valor de mi tesoro, la culpable era mi madre, seguro, que había hablado con la señora Marina y el tonto de su hijo Toño. Me dio igual, atesoré un buen puñado, con los ojos fijos en el kiosko, con la seguridad de que pronto volvería a abrir, hasta que una excabadora acabó con mis esperanzas.
Fue a los 12 años, coincidiendo con la compra de nuestro primer coche, cuando escuché por primera vez la palabra Arancel y lo comprendí en el instante. Aquel objeto estaba repleto de arandelas, se veían por todas partes: bajo las alfombras, en las puertas, en el volante, el techo... y, aunque ya sabía que no servían como moneda de cambio, su valor seguía patente. Rebusqué las doradas, había 6, las plateadas, 12, e innumerables de las otras: pequeñas, grandes, minúsculas e hice una suma mental...mi padre tenía razón, era una ganga. Sólo ellas sumaban más que el valor del coche.
Y lo que son las cosas, he comprado 4 automóviles en toda mi vida y siempre, cada vez, busqué color y número de arandelas que tenían y siempre, siempre, cuesta menos el coche que el número de ellas.

martes, 31 de mayo de 2016

Un día cualquiera.




A veces tengo la impresión de vivir en un sueño. Una pesadilla que terminará cuando consienta en ver mi cuerpo desmembrado y mi cerebro cubierto por las cenizas de esos monstruos hechos símbolos. Hoy es uno de esos y lo peor, es que cada vez se repiten más a menudo, será mi retorno a la adolescencia. Días en los que me levanto inquieta, molesta e intento refugiarme, esconderme en la música, en sensaciones pasadas, en la belleza de este sol madrugador que enrojece el horizonte, en la luz que va invadiendo la habitación, en la forma de las nubes que siempre, por más que se repitan, terminan pareciéndome  mullidas y confortables, devolviéndome la cordura pero que, al mirar al suelo, se desvanecen y vuelvo de nuevo al ruido. 
He intentado escribir mil cosas, poner en orden mis ideas y darle forma a esta rabia que se ha ido apoderando del escaso aire que me queda. He pensado en ponerme enferma repentínamente, en vagabundear por lugares que calmen esta ansiedad, en morirme de nuevo y volver a resurgir, en llamarte y pedirte que vengas porque necesito que estés aquí, ahora, ya, me haces falta, pero la cobardía es más fuerte que yo. Otros lo llamarán responsabilidad pero si fuese así no estaría revolviendo la maleta para poneme lo de siempre. Si fuese responsable estaría viendo tus greñas en la almohada o agarrando tus piernas hasta que me arrastrases al suelo. Si fuese responsable, no te necesitaría tanto.
Ha terminado ya el día, por fín. Ha finalizado el protocolo de sonreir sin ganas, de hacer oídos sordos, de aguantar los consejos bien intencionados de los cercanos que no se dan cuenta de que sobran, de ver al tirano pavoneándose por su cubículo de cristal creyéndose más libre que todos nosotros,  de intentar sacarme una sonrisa ironizando con las sombras. Ha terminado ya, por fín, un día horrible. Vuelvo al hotel y me meto en la ducha restregándome el cuerpo con la intención de apartar el hedor de este dolor que me atraviesa, intento recordar tu cara, imaginar tus pasos de ahora mismo y salgo de la ducha, mojándolo todo, para llamarte pero todavía no has llegado. Vuelvo a zambullirme en este mar jabonoso para acallar esta cuchillada de soledad, la frialdad de esa cúspide iluminada, los ladridos de los perros y los alaridos de mi corazón suplicando tus caricias. Porque si no me llamas pronto sucumbiré y encontraré al que tiene la llave de las cloacas, de las que no volveré a salir.
Llueve otra vez, el río chapotea  y se ha vaciado de barcos y paseantes, solo se escuchan las sirenas. Es mi momento de pasear. Todavía son visibles las marcas de la batalla, el olor a basura es mayor con el agua y no han podido quitar el plástico quemado de la calzada. Aquí también ha llegado el fin del mundo, a pesar de la lluvia y del frio, ya no hay reductos libres, se acabaron los escondites. Tal vez sea la hora de dejarse deslumbrar por los tintineos de las luces tricolor, quizás sea el momento de sucumbir a la patria y la bandera y convertirme en el asno que debía haber nacido y no fue.

martes, 24 de mayo de 2016

Nunca sabrás cuanto te quiero.




Ayer pasaron muchas cosas, pero muchas, muchas, muchas. Todas ellas irrelevantes y banales si las comparamos al resumen telefónico de Hulk, la película. La cosa es que un padre mata a la madre cuando quería matar al hijo. El niño, cuando se hace mayor y debido a ese recuerdo reprimido y unos rayitos gamma, se enfada tanto que se pone verde e hincha como un globo, algo que sólo el amor calma y lo devuelve a la razón. Todos quieren hacerse con el poder de la ira, de la sinrazón, del odio y la venganza, hasta el ejército, que logra encerrar al prota en un barreño de agua gigante para pincharlo e investigarlo. El final llegó cuando el padre, que apareció tras años de olvido, también se apuntó al robo de la ira del hijo, logrando hacerse con él y morir, así, de sí mismo. Y es que no se rompieron la cabeza los guionistas, seguro que cuando eran niños hicieron explotar a más de un sapo, que también morían de sí mismos. 
Lo bueno, es que me hizo recordar "el amor incondicional de los padres a sus hijos". Ese de cuando te postulas para acompañar a tu padre al médico y la cita es a las 10, pero hay que ir con tiempo, así que a las 8 te está llamando por teléfono porque llegas tarde. Subes a los niños al coche, recoges a tu padre, que no entiende qué hacen los niños en el coche porque tendrás que dar un rodeo enorme para pasar antes por el cole y soltar lastre. Ya en la sala de espera te cuenta las maldades de un facultativo que no le hace el caso debido, por su avanzada edad. Se te calienta la sangre y al entrar a la consulta deseas que el muchachito se pase un poco para sacar el lobo que llevas dentro. Y lo sacas, ya lo creo... Sales en defensa del oprimido, del débil de tu padre que te deja, al segundo, en evidencia ante el opresor y dejas de entender, te tragas la rabia, el honor  pero sólo te pones rojo. A la salida sabes que te va a caer la del 15, encima, pero no dices nada. Dejas que el viejo se explaye y te diga que él no te educó así, que esas malas maneras no son forma de ir por la vida. Aprovechamos la vuelta para pasar por la farmacia, donde tu padre recoge las medicinas que le da la gana, no las necesarias, porque el médico no tiene ni idea y lo que le ha recetado tiene muchas contraindicaciones y le van a fastidiar la vista y por ahí sí que no pasa. Intentas hacerlo entrar en razón, recordarle lo que los otros cinco médicos,  que consultó días atrás a cien euros la visita y has pagado tú, dijeron y su coincidencia. No sirve de nada, porque él ha hablado con su amigo Matías, que tiene un amigo al que le habían recetado lo mismo y le fue tan mal que murió a los dos días, camino del hospital. Ahora explica tú de qué murió le amigo de Matías.
Vamos al super a hacer la compra antes de que los niños salgan del cole y de paso compramos para papi. Que si la leche de calcio para su edad, que si los yogures de la tele para ir al baño, que si esta marca de nueces, que si el queso light, que si el aceite no es el de antes, ni los tomates, limones, patatas...; el "hija no sabes comprar", que para qué compras eso, que no comas tanto pescado que tiene anisakis pero compra estas hamburguesas que son de casa y buenísimas, etc, etc. Al llegar la caja la cesta está tan mezclada y se ha hecho tan tarde que claro, con su mísera pensión, lo mezclas todo, pagas y cargas con ocho bolsas hasta el coche, mientras dejas a tu progenitor discutiendo con la cajera por el precio de las bolsas plásticas. Con los brazos muertos por el exceso de peso, regresas al super, recoges el bastón del suelo y te las ingenias para ir sacando a tu padre poco a poco, imperceptiblemente, mientras señala con el indice a la cajera, a una señora de la fila y al reponedor de la sección de droguería. Ya en su casa, guardas cada cosa en su sitio, aguantas sus quejas y tras ver diez veces el reloj escuchas "Vete ya, ingrata, que ya sé que los viejos molestamos. Ya me haré algo de comer, aunque no sé qué". ¿Resultado? lo invitas a comer y te lo llevas a casa. Cuando has encendido la tele, le has subido el volumen para que se escuche en todo el barrio, has ido cuatro veces a ver a "esa chica tan mona" y conseguido guardar la compra, te das cuenta que te has olvidado de la mitad y no puedes hacer la comida. Intentas negociar con él para que no te acompañe y vuelves a oir su  "Desde luego, hija, cada día eres más desastre. Yo no he olvidado nada, para que digan que los viejos perdemos memoria. Vete, anda, vete y no tardes que luego en vez de comer parece que merendamos". Entras como una exhalación, coges lo estrictamente memorizado y buscas la caja menos transitada. No sé por qué pero siempre pasa lo mismo, basta que tengas prisa para que te metas en la más lenta. Al llegar, ves que tu padre se ha puesto cómodo, se ha servido un vino, abierto unas aceitunas y cortado algo de fuet dejando la cocina como un campo de batalla, y tras recoger se ha hecho tarde  para cocinar lo previsto y decides dejar cociendo patatas para un puré porque lo primordial es recoger a los niños. De camino, tu padre te hace partícipe de su temor a que los rusos invadan España, igual que ha pasado en Ucrania, te recuerda dos marcas de aceitunas mejores que las tuyas, que estaban muy saladas y la sal acaba con las arterias. Protesta por lo rápido que camino y lo mucho que hace que no ve a sus nietos, el Carlos y la Lourdes, "Lurdes, papá". "Pues eso es lo que yo he dicho, LO-UR-DES"
 

 
Y salen como potros salvajes, gritando, pidiendo, llorando, contando, como cotorras chillonas, que Alberto Monzón le cogió el lápiz y le rompió la punta, que Sergio Otero le pintó la mochila, que las sandalias de Cecilia Romero son preciosas y quiere unas iguales, que uno de tercero salió de clase y se fue a fumar al baño, que van a hacer una excursión para fin de curso y tengo que colaborar con el Ampa... ¡Y una mierda! (con perdón) es lo que me faltaba, ponerme a hacer manualidades con esa panda de chalados. ¡Ni muerta! Y es que cuando elegimos este colegio ni nos acordamos del Ampa, estaba cerca de casa, punto y ahora pagamos las consecuencias. Cargada con dos mochilas, dos chaquetas, el bastón, mi padre agarrado a mi brazo y con un ojo en los niños para que no se desmanden, rebusco en el bolso las malditas llaves de casa, que se esconden. Siento a mi padre en un banco, suelto el bastón, las mochilas, las chaquetas, saco el móvil, la cartera, las medicinas de la farmacia, que las olvidábamos, menos mal; unos papeles oficiales de la semana pasada, la caja de tampones... y allí al fondo, en la esquinita, están las llaves agazapadas. Ya en casa hay pelea por el mando, las aceitunas, el fuet, el vino que se ha caído al suelo y envío a los niños a cambiarse de ropa mientras cambio la copa, limpio el suelo, escucho a los niños pelearse y a mi padre "Estos niños están criados como salvajes, no como los de tus hermanos". Me vuelvo a la cocina y apuro para terminar la comida y sentar a todos a la mesa. El filete está poco o muy pasado; el puré, con tropezones; el agua, caliente y el vino picado. Cuando todos se van al salón, el sofá es para que el abuelo duerma la siesta y hay que ver los dibujos bajitos. Recojo la mesa, friego los platos y dudo entre dejar el suelo para que vivan los pájaros durante el mes siguiente o ponerme a barrer, mientas pido a los niños que griten bajito.
El abuelo se ha despertado y no encuentra el bastón que no usa, se ha quedado en la calle, olvidado y comienza la revolución. Mientras se lleva las manos a la cabeza, grita, acaba con la humanidad y sus posibles herederos, los niños se ponen de acuerdo para ver cual baja a por él, cojo las llaves y cierro la puerta de un portazo,  sin decir nada. Allí está el bastón, esperando. Me siento y respiro. Envidio su tranquilidad, la paz, el vacío de aquel banco y su amigo bastón. Envidio su esterilidad, su imposibilidad de descendencia y comienzo a entender eso de que todos llevamos un asesino dentro. Me acuerdo de Rosa, la borracas, de la que dicen se volvió loca y comenzó a tirar a sus ocho hijos por la ventana. Una asesina en serie, decían unos; llovían niños, decían otros. Si no hubiera olvidado a los viejos, sería mi heroína, añado yo.

lunes, 9 de mayo de 2016

Repasso




Llegué hace una semana y la verdad, estoy perezosa y poco charlatana. Más que nada porque no hay gran cosa que me llame la atención. Después de un mes fuera, parece que aquí se ha instalado el día de la marmota. Me salvó la llegada de mi suegra, que ha tenido una regresión juvenil y ha decidido hacer lo que le da la gana, reinventándose con un look más deportivo. Porque las ampollas en los pies hacen milagros, amigos. Convierten a una de 80 en una de 80 con leggins y pelo corto. Dice, creo que para convencerse del todo, que esa nueva ella le ahorrará unos eurillos porque ya no necesitará ser rubia y las camisetas son más baratas que los trajes chaqueta. Y es que hemos hecho del dinero un todo. Fijaros hasta qué punto que el martes pasado, con el calorazo que hacía, decidimos hacer un guirazo: comer en una terraza. Mientras estábamos allí sentados, alabando la nueva imágen de Marisa, mi suegra, y ella relataba las bondades de las tiritas antiampollas y la ligereza que le provocaba su nueva personalidad, llegó un chico sudoroso, argentino, apresurado, preguntando dónde se podía levantar algo de dinero. Mi pobre suegra, que no le llamó la atención un ladrón tan atento, le explicó que se había gastado casi todo lo que traía en peluquería y masajes y que todavía le quedaban unos pocos días para disfrutar de su hijo, que a ella no la mirase y claro, lo envió a atracar el banco de donde ella saca sus ahorros, unos metros más adelante. El muchacho, educadísimo y paciente, se paró a explicar que no quería atracar nada, solo necesitaba sacar dinero de un cajero para pagar la carrera de un taxi que lo acompañaba a todas partes. 
Es que estamos muy estresados, nos asustamos por todo y comenzamos a no creer en nada ni nadie. Mira los Alcántara, los pobres. Como dice Ricardo, el camarero de mi barrio que sigue la serie, no sé de qué nos asombramos: los Alcántara siempre han sido protagonistas en todo cuanto acontecimiento ocurrió en la España estos últimos 50 años, y claro, no podría ser menos con los papeles de Panamá. Antonio, el “parriba”, siempre ha sido un mero imitador de aquellos que él veía en su cielo particular y entendió que eso de la izquierda, era la dirección en la que está ese precioso país centroamericano. Me pregunto qué hará ahora Carlitos, si venderá otro libro para pagar las fianzas o les llevará una lima para ayudar en la fuga. Y Herminia? creo que ni la mismísima Santa Rita escuchará sus ruegos. Mira que cambiarla por unas empresillas opacas... ¡cuánta irreverencia!
La buena de Santa Rita lleva siglos haciendo posible lo imposible, empezando por su marido e hijos, que eran unos prendas de cuidado, pero los llevó al camino de la bondad y, cuando tuvieron dudas, ella rogó por sus muertes y no paró hasta consiguirlo. ¿Como sino creéis que el ministro Soria, tan apegado a su magnífica labor política, ha logrado duplicar el precio de la factura de la luz mientras insistía en que había bajado? ¿Y quién creéis que ha sido la causante de su dimisión? Santa Rita, por supuesto. Porque si algo no admite la iglesia es que otros manejen lo que siempre ha sido de su incumbencia y multiplicar los panes y los peces o hacer desaparecer las culpas y los dineros, ya aparece en la biblia. ¡Soria, impío, eso te ocurre por apartarte del camino Ritense!.
Algo que no perdonaré a la Santa, por la mucha, pero mucha, mucha, mucha pereza que me produce, es la repetición de las elecciones. Porque, además, se presentan los mismitos de la vez pasada. ¡Tendrán geta los tios! Si es que somos idiotas, porque iremos y seguiremos en lo mismo que en diciembre. Qué pasa ¿que lo que se hace en Navidad, no sirve? Pues yo no pienso devolver mi regalo. Aunque a lo mejor, me da el arrebato y voy a votar y todo. Pero si lo hago será al PP, para joder y seguir manteniendo intacta la ilusión de que un cambio es posible. También porque no soporto esa palabreja del “sorpasso”y es que Italia me trae malos recuerdos. Si, confieso, NO ME GUSTA ITALIA ni los italianos ¿quer passa?
Pero para sorpasso el de Adela, que tuvo una nena cuando tenía 15 años y ahora es abuela a los 38 ¡Eso es un adelantamiento!. La buena de Adela dice que va a votar a Alberto Garzón, porque habla muy bien y clarito, entiende todo lo que dice y parece un buen chaval y a ver si puede hacer algo por los pobres. Ella quiere que su hija encuentre un trabajo decente, que deje el Mc Donalds, pero la muchacha no quiere, que está contenta allí y sólo lo cambiaría por un puesto de cajera en el Mercadona. Yo la entiendo, no creáis, porque desde que en los super se instalaron los lectores de códigos de barras, ese trabajo se ha vuelto mucho más sugerente e interesante. No sé que tendrán esos pitidos, es algo parecido a lo que pasa con el fuego o el mar... te atrapa hasta quemarte o ahogarte. 
De Donald Trump no voy a hablar, porque me está empezando a caer bien y todo. Es esta tara mía de estar siempre a contra corriente. El tio es aborrecible? claro, pero por lo menos es tan bocazas que con suerte se pica con Kim Jong-un, por esas cosas de los peinados, se lian la manta a la cabeza y comienzan la tercera, la cuarta y la quinta guerra mundial y entonces, se acabaron calentamiento global, migraciones y las desigualdades y por fín, los smatphones, las tablets y las cucarachas gobernarán la tierra. Y con la misma voy a ver si soy capaz de contemplar a Mercurio frente al sol, que es algo tan inútil e improductivo que me atrae, como el pitido de los lectores.

miércoles, 27 de abril de 2016

Qivitoq en un bosque de abedules.




"Es maravilloso saberse el centro del universo. Ese sol amarillo y grandioso que sale para calentar tu cara, iluminar tu camino, realzar tu sombra... pero qué tranquilidad da descubrir que todo es producto de nuestro pobre y equivocado cerebro. Por suerte, el universo se conjura contra la humanidad para devolvernos al único y verdadero lugar donde el hombre es feliz: la contemplación".
"Gastamos media vida en prevenir, preparar, precaver, inmunizar, preocupándonos por lo que el futuro nos pueda traer pero que ni el futuro mismo sospecha ya que, el futuro, es eso que, cuando llega, siempre nos coge desprevenidos por ser presente".
Cuando era niña mis padres nos llevaban a comer al aeropuerto. Era un aeropuerto pequeño, de provincias, pero con cosas que no podías encontrar en ningún otro lugar. Lo llamábamos la fiesta de los domingos:  vestirnos con la ropa buena, subir al autobús y colarnos bajo el contador de la entrada mintiendo al conductor cuando sospechaba que aquellas alturas no correspondían a niños de 4 años. Pero algunos acontecimientos justifican cualquier mentira porque, las doce pesetas por persona que costaba el pasaje del servicio público, suponía tener que compartir la cocacola u olvidarnos del muñeco/dispensador de los caramelos que vendrían más tarde. Frente a la entrada de llegadas, al otro lado de la carretera, había un bosquecillo de abedules (o así los llamaba mi padre) donde nos adentrábamos para comer la tortilla y ensaladilla embutidas por la fiambrera. Había que buscar el lugar exacto, ya que pastaban caballos y vacas y, en ocasiones posar el mantel, por mucho que mi madre se empeñase en desinfectarlo todo, era más peligroso que comer en medio de la carretera. Tras acabar con las viandas y recogido el tendedero en la bolsa de paja, corríamos como alma que lleva el diablo hacia la puerta de las cosas ricas. Sigo sin entender por qué lo bueno debe hacerse esperar y, al igual que ocurría en la playa, debíamos hacer las dos horas de rigor para llegar a lo realmente bueno. Pasábamos el tiempo jugando en la gran zona verde que lo rodeaba, viendo algún helicóptero del ejército posado en la pista, el cual se cubría de un halo de importancia por el soldado armado que lo custodiaba y no nos sacaba ojo. Entre carreras al bar para ver el tesoro y preguntar la hora, nos íbamos impacientando hasta que, cansados de tanta insistencia, nos compraban los caramelos pez y la coca-cola americana y, si había suerte, agarrados a nuestro bocadillo de chorizo, nos arremolinábamos frente al ventanal para contemplar la llegada o salida de un único avión. Me encantaba aquel lugar y parece que a mis padres también, porque nos llevaban bastante a menudo, también en invierno. Era de los pocos lugares donde caía algo de nieve y si querías saber lo fría que estaba, hacer un muñeco, tirarte por un desnivel sobre un plástico o estar al día del acontecimiento de la ciudad, aquél era el lugar. Podías encontrar a cualquiera: vecinos, profesores, compañeros de clase, familiares, incluso al alcalde. Era una especie de club social popular que, al igual que ocurre en los grandes desfiles de moda, todo el mundo aparecía con sus mejores galas por si colaba y eras confundido con uno de los buenos, que tenían el suyo, el de verdad, el de golf, unos metros antes de aquel jolgorrrrio.


Ilulissat, es la tercera ciudad de Groenlandia pero, a pesar de sus 15.000 habitantes, es más pequeña de lo que era el Vigo de mi infancia. Allí, alejado de las casas, han colocado un banco que invita a sentarse. Es un banco de madera, descubierto por todos sus costados, cercano a un mar congelado en contínuo movimiento y sujeto a temperaturas mínimas de 50º bajo cero. Al contrario de lo que pueda parecer, siempre hay alguien ocupándolo, porque la temperatura es secundaria frente a cualquier espectáculo. Allí puedes pasarte horas, días completos sin hacer nada, sin beber ni comer, sólo viendo e imaginando. Puedes llevar cojines, periódicos, mantas térmicas que salvaguardarán, momentáneamente, tu culo de convertirse en lo mismo que contemplas: hielo. Pero ¿a quién le importa que confundan su culo con un cubito?. Allí también hay un aeropuerto pequeño, pero ni autobuses, ni carracas de entrada. Hay perros que tiran de trineos y lanchas/taxi y barcos pesqueros... pero el acontecimiento está en el hielo despedazado, derretido, hielo milenario desapareciendo. Es un gran desfile, una manifestación gigantesca de intenciones, de realidad en fuga. Es espectacular ver a los ancianos colosos pasearse por la bahía, reverenciados por los que los contemplamos. Algunos, incluso, se niegan a desvanecerse regresando a la bahía metros antes de llegar a la corriente que los llevará a mar abierto. Por suerte la vida de esta ciudad es de cara al mar y puedes seguir sus evoluciones desde cualquier punto, así que nos unimos a un juego de niños, eligiendo un contendiente que nos aupe a la gloria de ser el primero en llegar a la meta. Las reglas son sencillas: puedes elegir el que sea, independientemente de la situación ya que no sabes qué hay bajo el mar, si volverá, si varará, si chocará... El mío me eligió, estuvo unos días varado frente a mi ventana, girando levemente, enseñando sus hechuras, su físico, sus taras. Su enorme ojo en medio, impidiendo que el viento lo ayude en su tarea. Me pareció valiente, importante, sabio mostrando sus heridas para pasar desapercibido. Era realmente bello y su belleza radicaba justamente en su carencia, en su agujero, en su nada. Era el témpano herido, el maltrecho, el solidario, el que empujó, el día antes de nuestra partida hacia el sur, al ganador y encumbró a mi compañero al olimpo icebergil. A pesar de perder, me sentí orgullosa de mi "titanic depredator" (así lo llamé) porque, tenía muchas bazas para ganar la batalla, de conseguir fama y gloria, pero prefirió ayudar a un colega en problemas y seguir viviendo en silencio, sin prisa por alcanzar una muerte segura, paladeando el paisaje, contemplando la vida desde un cómodo segundo plano.

Volamos hacia la isla de Baffin, en Canadá, buscando vestigios de una historia contada a través de la suavidad de unas pocas hebras de cuerda. Una historia ocurrida un milenio atrás, agotada, callada, intrascendente para la humanidad porque no dejó huella en nadie y de la que quedan una pocas ruinas reconstruidas de aquella manera. Para mí, lo realmente increíble es la audacia, la fuerza de esos hombres y mujeres que,  con los medios de la época y la dificultad de este trayecto, buscaron un refugio embarcados en cáscaras de nuez. De vuelta a Groenlandia, desde el aire, creo divisar a mi depredator, a mi iceberg vikingo de ojo hueco, pero no, son otros ojos, otras erosiones, otro chino parecido al mío, mucho más rápido y joven, mucho menos prudente. Llegamos a casa de Erik el rojo, en  Brattahlíd, Groenlandia, y allí solo queda una pequeña edificación: la iglesia que construyó su esposa Thjódhildr. Me llama la atención la ubicación, el paisaje, la construcción... es minúscula, no cabría ni una persona, ni un espíritu, porque ésto es un don, no un refugio, un don construido en un lugar casi idéntico a la ciudad y  paisaje islandeses desde el que partió inicialmente.
Aquí esperaremos a que llegue mañana Magnus, mi vecino islandés, y su barco de pesca. Estamos en tiempo de resta, como los icebergs, más pequeños en este lugar. Han hecho una travesía de varias millas y muchos días, meses algunos, muriendo lenta y primorosamente. Hoy entiendo la necesidad de los antiguos de creer en algo mayor a un simple hombre. El agradecimiento al hielo, al sol, a la noche, a la tormenta, a la lluvia los dones recibidos y aprovechados para la vida, a la necesidad de desaparecer, huesos incluidos, llegado el momento. Esa imitación de la vida de éstos, los que derrite el calor y el mar, para que su qivitoq (espíritu errante) se pegue cual garrapata a otro ser y le obligue a no pararse, a seguir buscando, indagando hasta volverlo loco y morir. Mientras ayudo a preparar la cena, hoy toca crema de verduras y bacalao, empiezo a convencerme que el Qivitoq de "titanic depredator" se ha enredado entre mi pelo porque no tengo ninguna gana de volver a casa y comienzo a pensar en Islandia como en aquel jolgorrrrio dominguerrrro de mi infancia. Me veo volviendo a mi ciudad, buscando un bosquecillo de abedules para desinfectar o, en su lugar, un caballo o vaca salvajes a los que traspasar mi qivitoq. Cualquier cosa antes de terminar calentando la tortilla y la ensaladilla en el maldito microondas.

miércoles, 9 de marzo de 2016

Diario de un agujero negro (I)





En cuanto tuve consciencia de futuro, quise viajar. Cualquiera que preguntase qué sería de mayor escuchaba  lo mismo, turista. La responsable fue la bola del mundo, plástica y con relieve, que me regaló la tía Manolita. Era mediana, azul, amarilla y naranja, insertada en un mini trípode metálico. Sabía que la Tierra era en su mayor parte agua, lo había estudiado en las clases de doña Tecla y sus gafas en la punta de la nariz, pero verlo representado en aquella circunferencia chirriante, me encantaba. La puse en un lugar de honor, entre la barriguitas negra y la china, delante de las postales y las fotos de Guinea. El óxido y la rigidez aparecieron por efecto de la bañera y mi hermano mayor, que debía dar realismo al madelman submarinista, empleado de Cousteau. Me gustaba encontrar ciudades e imaginar cómo se viviría en ellas. Lo que más me atraía era Nueva Zelanda, por lo alejado y porque, en una ocasión, vi a uno que decía ser presidente del país ataviado con camisa, corbata, pareo y chancletas; tuve la impresión que allí, en aquel lugar la vida debía ser realmente placentera. Todas las semanas santas, navidades o veranos me moría de envidia viendo imágenes de gente con maletas, subiendo a aviones y trenes camino de un sueño  imposible, ya que mi madre siempre decía lo mismo: "Eso es para ricos". Era frustrante ver la cantidad de ricos que había en el mundo y que la maldita suerte me dejase caer entre los que no lo eran. Se me metió entre ceja y ceja  lograr salir, algún día, de aquel barrio. Soñaba mi vida  migrando a Bolivia o Mongolia, descubriendo tierras vírgenes, adentrándome y perdiéndome en el Amazonas para aparecer, años más tarde, jubilosa y adulta. En mis sueños no había compañeros, tan sólo viajes solitarios ya que mi sociabilidad dejaba mucho que desear y abarcaba de compañeros de clase, entre los que no encajaba, a una casa repleta de hombrecitos con privilegios que a mí se me negaban, por ser la única fémina. Me anoté mil veces en las listas de intercambios escolares, tantas como mi madre se había negado a ellos ya que en su mente estaba mal visto que una señorita se moviese sin tutela paterna o, al menos, fraterna (durante años odié la palabra "señorita"). No fue hasta mi entrada en la adolescencia cuando obtuve una furtiva y lejana promesa de viaje. Me agarré a ella como una certeza convenciendo a mi padre para la autorización de un pasaporte. Ahorré, callé, consentí y empeñé toda mi seducción en que aquellos, no tan desconocidos, cumpliesen lo prometido y sí, pude, aunque mi madre quiso dejar patente su negativa prohibiendo a todos una despedida de aeropuerto. Nunca supo cuánto agradecí aquello que formaba parte de las ensoñaciones de lo que, para mí, suponía viajar: soledad, sosiego, libertad, lejanía, olvido, ya desde la puerta de casa. Me fui a Oporto y de allí a París, acompañada por una prima lejana y su novio. Entre los tres no llegábamos ni a la edad de jubilación, pero nuestra actitud quería distar de la "novatería" y la imagen del pueblerino que viaja por primera vez por Europa. No lo conseguimos. Pertrechada con mi cámara al cuello, mochila y visera azul, fotografiaba todo lo que veía, acabando con el carrete de 36 en los primeros 20 minutos. Una gaviota en París, foto; un perro con tres patas, foto; un insecto polilingüe, foto; sombras, estelas, nubes... Ocho carretes en 3 días, fue el balance total, carretes que menguaban mi presupuesto en comida y que jamás fueron revelados por la escasez de mi economía. Aquella primera sensación fue el descubrimiento de una pasión, el camino por el que debería transcurrir mi vida, el objetivo. Aquello que nadie podía saber para que no se truncase, pero tan cierto y nítido como el latido de mi corazón. Aproveché cada excursión, cada salida extraescolar, cada actividad que me proporcionase un ingreso mínimo para llenar la caja de zapatos que escondía en mi armario y así transcurrieron los años vendiendo helados, rifas, bollos de leche, bocadillos en los recreos, dando clases de apoyo... sin olvidar mis notas escolares, que debían ser perfectas para evitar cualquier negativa. 

A los 16 años empecé a salir con uno de 20, un venezolano que decía tener pozos petrolíferos y ranchos con caballos. No sabía si aquello era cierto o no, tampoco me importaba, lo que sí tenía era un MG azul celeste descapotable en el que me venía a buscar a la salida del instituto y eso me hizo algo popular cara a los cursos superiores. El muchacho trabajaba en el puesto de la Cruz Roja de la playa y nos transportaba de  Samil al Bao en una barca neumática. Era guapo, atento, buscado y se había fijado en mí, "la bicho", y el día que se acercó y me contó que le gustaba, me dejé querer. Era agradable, mucho, ser mimada y el foco de atención de alguien. Fue lo que se llama mi primer novio oficial, de los de besar y dar la mano, los de tocar culo y manosear, pero yo era muy inocentona, entonces. Recuerdo el primer beso con lengua... asqueroso. Sabía a cenicero y no entendía qué hacía aquella lengua dentro de mi boca, era como si buscase algún trozo de carne perdido entre las encías, pero tampoco me atreví a decir nada, él era mayor, debía saber lo que hacía. Aparte de manosearnos, besuquearnos, pasar el mejor verano de mi adolescencia y pasear en descapotable, salíamos con algunos de sus amigos y, entre ellos apareció un rubiaco impresionante, bigardo, delgado, simpático, el tipo al que mejor le han quedado unos tejanos que he conocido en toda mi vida. Era un alumno de intercambio y alguno lo había traído para su exhibición y ¡ay, que viva Europa y sus regiones!. Nunca tuve mucha idea de nada, pero sí decisión y, desde el primer instante, decidí exprimir a aquel anuncio de Fa.  Todo él era perfecto, hasta su diente torcido que brillaba más que todas nuestras dentaduras juntas. Por desgracia, no fui la única que se dio cuenta. Cuanto cromosoma "xx" pululaba por allí comenzó a enderezar la espalda hasta el dolor con la misma intención, ser vista. El muchacho, seguramente educado en un colegio carísimo, se comportó y pareció no darse por aludido, con lo que ganó más puntos, si cabe, ya que yo sabía que la rectitud de la espalda no estaba entre mis fuertes, ni la longitud de mis cabellos o mis labios de fresa y dientes de marfil, así que decidí hacer lo que mejor sabía: ni puñetero caso. Por alguna razón, el grupo se redujo de 12 a 6 personas, quedando como única representante femenina e imagino que, resultado de mi desinterés, tanto novio oficial como guapérrimo se empeñaron en hacerme la vida más alegre blindando tanto mi derecha como mi izquierda. (siempre me ha gustado la psicología inversa, aunque la desconociese). Comenzó a hablarnos de su país, Islandia, de su vegetación, sus costumbres, su casa, las ballenas, las auroras boreales... me quedaba embobada escuchando aquella media lengua casi incomprensible, viendo las fotos de los volcanes y el hielo, del ayuntamiento, del parlamento... era un país de casa de muñecas, semi desierto, esperando ser descubierto por mí y me salieron solas, sin yo querer, la palabras mágicas: "¡quiero ir!". Sorprendentemente, les pareció una buena idea a ambos, comenzando unos planes que se cumplirían al año siguiente, tras su vuelta. Nosotros compraríamos los billetes y de la estancia se encargaría él. Intercambio de teléfonos, direcciones y un objetivo: Islandia's 91 entre un rubio y un moreno. No sonaba mal, nada mal. Pero el sol sale a diario y en él se producen tormentas cósmicas cuyas ondas crean esa danza de luces celestiales, pero también cambios irremediables. Un año es demasiado tiempo cuando no hay amor y tras el verano llega el invierno y la capota del MG tenía goteras, así que dejé a mi secreto novio oficial para centrarme en buscar dinero bajo las piedras y pagar el pastizal de aquel futuro billete de avión. Comencé una correspondencia casi obsesiva, porque necesitaba saber si la nueva situación podría cambiar los planes del viaje. Su primera respuesta fue la llave que forjó no solo mi admiración, si no mi amor hacia el Adonis. El año pasó lentamente, entre búsquedas de excusas creíbles, libros, revistas, guías de viaje que me hablasen del país y me diesen una idea de cómo hacer la maleta y cartas semanales a 33 pesetas el sello. El problema, con el que no contaba, apareció en el aeropuerto. Mi ex oficial también mantenía su candidatura y rubiales se alojaría en su casa los días que estuviese en España. Durante la primera semana de estancia del islandés en España, tuve la certeza de que mi sueño acababa, ya que nuestra separación no había sido amistosa y un viaje a tres no era viable, pero una turbulencia en la fuerza cambió mi suerte y el terrateniente venezolano decidió cabalgar por otros desiertos en busca de amor y dejarle el campo libre al rubio de mis ojos. Tras diez horas de vuelo y un besazo que produjo un terremoto interestelar. Llegué a Islandia cautiva, desarmada, vencida y feliz. Los 15 días iniciales se convirtieron en 30 y sabía que no había excusa que me salvase cuando volviese a casa, más cuando mi tardanza también dejó al descubierto que la que había utilizado para hacer el viaje, era falsa. Pero quien regresaba ya no era yo, había descubierto demasiadas cosas, demasiadas carencias, demasiados demasiados por los que no quería volver a pasar y tras un broncazo del 15 terminé como volví: con mis maletas fuera de aquellas cuatro paredes, sin pesar, pero sin lugar donde dormir. Me dejaron un hueco de buhardilla para aquella noche y un teléfono para decir que había llegado y, como la vida da paso a más vida, solo tuve que buscar un avión que me llevase de vuelta a un lugar cálido: el país del hielo. Encontré una nueva madre, un nuevo idioma, la catapulta perfecta para lo que había planeado pero, esta vez, en compañía.



Tras el aprendizaje de lenguas, amores y universidades, "he despertado esta mañana siendo una madre, de esas que deben ser guía, dar respuesta, estar presente, curar heridas y calmar rabietas. De las que  saben explicar el funcionamiento de la Tierra y conocen los elementos. Siento pánico. Yo no soy eso, jamás quise eso, no es tiempo de eso, pero no lo pensé mientras mi barriga crecía y crecía. Mi vientre y mi cabeza eran dos entes inconexos, independientes pero, ya no: el bulto se ha convertido en una cosa minúscula, que se muev y llora, que se rompe con la simple contemplación y esto, ahora, depende de mí. Ella, mi nueva madre, dice que lo haré bien, que lo amaré pero yo solo tengo ganas de llorar por mi idiotez, por mi inconsciencia, por  haberme dejardo llevar por sus palabras cálidas. Quiero terminar mis estudios, viajar, conocer, empaparme de una vida que acabo de descubrir y se acaba de truncar. Aunque me dijo que lo cuidaremos entre todos, que podré hacerlo todo, que sabré asumirlo todo, porque soy fuerte, yo sé que no. He escuchado tantas veces esa palabra que me rechinan los dientes, porque mi fortaleza no existe más que en actitud, soy un enorme agujero negro. No sé nada, hacer nada, dar nada, sólo recoger. Intenta tranquilizarme con palabras como "observa", "espera", "ama y saldrá solo" y la creo pero ahora he caído en que, durante 16 años, esperé a que, aunque tan solo fuese en el instante de mi nacimiento, me hubiera amado la que durante años llamé mamá. Porque decía que me amaba, pero ahora sé que nunca fue cierto ¿Y si se repite la historia? Tal vez tenga algo que ver con la genética ya que aquí todos se abrazan, besan, acompañan y nunca fue así con los otros. Ella, la de aquí, la nueva, me cuenta que en mí hay amor, que se lo he demostrado y que, aunque no lo sepa, amaré a este renacuajo porque él ya lo hace, pero soy incapaz de distinguir  amor de necesidad  Porque creo que amo a mi nueva familia, que me acogió y levantó en su día y a los cuales necesito como el agua porque si no me ahogaré, irremediablemente, en mi propia inmundicia, esa que me viene de serie a través de la biología. Ahora, seguro que esperan  a que haga lo mismo con esto, este nido de vómito y calor y no sé si podré, si sabré, si me equivocaré. Estoy en un buen lío, esto no puedo devolverlo, ni tirarlo, ni romperlo. No puedo atarlo al hórreo y esperar a que ladre para darle de comer. Esto es un trozo de mí y un día deberá valerse por sí mismo y no quiero inculcarle mi miedo, no quiero ser su verdugo. Y si lo hago mal ¿dejaran de quererme? Tal vez pueda volver a huir y dejarlo aqui, con ellos. Si no me conoce no le faltaré y sé que estará bien cuidado, será feliz, como lo he sido, como lo soy yo. Podré ir a otro lugar, a otro país, a Mongolia, tal vez, o a Nueva Zelanda a caminar con pareo y chancletas y de allí a otro y a otro y otro más y podré trabajar de camarera o de traductora, repartiendo pizzas o de meteoróloga. Quizás deba sentarme y pensar, esperar a hablar con él".
Decidí no hacerme meteoróloga, hablar del tiempo nunca me ha parecido divertido. Lo de ser camarera... bueno, es que se me caen las bandejas y las pizzas prefiero comérmelas a servirlas. Para traducir, me quedo donde estoy e intento hacer comprender a conocidos, amigos y foráneos, qué quiere decir este rubio loco con su mezcolanza idiomática y aprovechar para gritarle al mar desde la puerta de casa, cuando me agobio.
Hablé con mis dos vikingos  durante algunos años, crecimos, aprendimos, viajamos, descubrimos y nos amamos. La vida del enano me supuso un continuo aprendizaje. Me di cuenta que ella tenía razón, que podía, que sabía y que el miedo solo da paso al pánico y el pánico...a la muerte, la de mi niño. Y cuando ocurrió, cuando la eligió, me llenó de dudas de nuevo, volví a preguntarme si aquella decisión no tendría que ver con lo que le mostramos, si no vio demasiado siendo tan joven. Si aquellos maravillosos ojos grises, aquella cara tan dulce, aquella cabeza imparable, habría asimilado que son, los llamados cuerdos, los que están locos y me reconcome por dentro no haberme dado cuenta, a tiempo, de su sufrimiento. Me pregunto, también hoy, si puede ser cierta, si existe esa conexión mágica entre madre/feto de la que hablan. Si, por casualidad, en algún momento, supo de mis primeros miedos, del pavor que me produjo su nacimiento, del pánico a fastidiarlo todo. Si aquel terror, finalmente, ha sido quien lo ha llevado a terminar con todo. Me sigo preguntado, sólo a veces, si cuando lo hizo sabía lo muchísimo que lo quería, y sobre todo, si sabía que sin él volvería el agujero negro y el mundo dejaría de ser tan bonito.




martes, 16 de febrero de 2016

Todo brilla, desde arriba.



No hace viento, ni llueve aquí, cosa rara. Tampoco hay luna llena, ni hace un frío excesivo por eso no sé a qué achacar esta crispación generalizada. Esta madrugada, en el aeropuerto, el azafato de entrada bufaba en vez de hablar. Luego, en el avión, las siempre amables y dispuestas auxiliares estaban vagas y malhumoradas. A ellas puedo entenderlas porque aguantar a según quién es de medalla. No hay demasiadas necesidades en un vuelo menor de una hora y si tienes miedo a volar, ven medicado de casa o ten la bolsita a mano por si no puedes reprimir las náuseas. A esas horas de la madrugada no somos demasiados los viajeros pero, por pocos que seamos, siempre hay alguno tentado a hacerse notar. Yo siempre suelo hacer lo mismo: llegar con el tiempo justo y desaparecer en el asiento de ventanilla. No digo más que un "buenos días" o "hasta luego" según entre o salga, tampoco hace falta más y menos en días como el de hoy, raros. Del aeropuerto al trabajo voy en taxi y, después de dos años y medio, he hecho el trayecto con todos ellos. Hoy me ha tocado Vincent Soulage -lo sé porque tiene chapita- que siempre hace honor a su apellido y al manual del buen taxista dejando su marca en mis oídos. Me habla del tiempo, de la policía, de las normas, de los atentados, del miedo que tienen las piedras de este lugar a ser melladas y desaparecer entre un mar de extraños. Así llama Vincent a todos los que llegan a las puertas del país, un país que hace años se abrió para él y puso en sus manos un taxi, pero ahora todo es distinto porque él siempre fue buena gente, dispuesto a integrarse, no como esos, que vienen a aprovecharse del sudor ajeno. Dejo que hable y pago mi deuda con la sensación de que es él, más bien, quien me debe algo. En la recepción está Natalie, morena, de piel blanquísima, labios rojos y ojos de gato cuyas uñas kilométricas con cristales incrustados bailan entre teclas y saludos. Hoy está seria, como resacosa y para animarla imposto la voz 
-“¡Hola! ¿cómo estás?”.
-No me apetece hablar, no preguntes. Ya te contaré a la hora de comer.


Subo la escalera hasta el primer piso, donde está mi agonía: la mesa mágica que, a pesar de vaciarla cada martes, cria papeles durante la semana . Es un misterio que algún día investigaré a fondo. Me enfrasco en mis cosas, hablo con posibles clientes, muchos de ellos ocupados que me atienden a regañadientes y rapidito, algo habitual; me reúno con compañeros para despejar dudas y comienza a saltar la liebre. Dominique ha dejado a Milan, ambos trabajan en el mismo departamento, codo con codo, se necesitan para realizar su trabajo pero ahora no quieren hablarse, ni verse, ni olerse. Milan aprovecha cualquier ocasión para picarla y ella entra al trapo. Dominique es de origen turco, Milan croata y en la discusión entran las parentelas, las naciones, los compañeros que forman corro a modo de ring y alguno toma parte... y me voy a por un café, afuera, a la calle, donde nadie grite y me encuentro con Natalie que llora y llamo al jefe y le digo que también me la llevo y me cuenta.
 Natalie es de origen portugués, aquí nadie es “sangre limpia”, todo el mundo tiene familiares de algún lugar del mundo, ha nacido en algún lugar del mundo, ha viajado por algún lugar del mundo y uno se imagina que conocer otras culturas enriquece las mentes, elimina fantasmas, aleja los miedos, pero los miedos y los fantasmas son más grandes y fuertes que cualquier mente. Natalie es preciosa, amable, lleva 4 años trabajando en el mismo puesto, con la misma eficacia, con la misma sonrisa, pero se parece mucho a una “pseudoyihadista” que sale en la tele y buscada por la policía. El nivel de histeria se ha desmadrado un poco, en este país, y el martes pasado apareció la policía en su casa porque alguien había denunciado. Han llamado a la oficina, pedido informes y se acabó, saben que no es ella, pero se siente vigilada, insultada, sabe que sus vecinos y compañeros la observan con recelo y eso la intimida, le incomoda y hace un dramón tal que habla de largarse y no volver, pero no sabe ni cuándo ni adónde. Al volver a la oficina todo se ha calmado así que espero a las 5 para pasear por el centro. 
Dos perros ladran mientras sus dueños se interpelan por no sé qué. Madres con carritos plastificados corren por la acera, conductores estresados que pasan semáforos en rojo. Me siento en una terraza donde sé que me clavarán, pero no importa... ¡será por pasta!. Escribo lo que veo, hablo por teléfono,  bebo mi cola (4€), mientras anochece. Es bonito ver como las sombras van ocultando la ciudad, cómo tornan los colores de los árboles, de los edificios, de las estátuas, cómo se encienden las farolas, mágicamente, sin que nadie le de al botón, cómo se van despejando las calles, los coches se convierten en estrellas fugaces y parece que comienza la calma cuando ya todo es negrura y brillo. El camarero me dice que no puedo continuar en la terraza si no vuelvo a consumir y lo que me cobrarían  por una cena serviría para alimentar a una tribu entera. No quiero ir al hotel, así que me voy a un restaurante próximo. La crisis afecta a todos, sobre todo a la pareja sentada a mi izquierda, muy joven, cuyas quejas sobre celos es audible a los pocos comensales, luego todo son susurros, servilleta encima de la mesa y salida intempestiva de uno de ellos. La quiche de cebolla está deliciosa y recuerdo que debía visita familiar. Llamo para disculparme y escucho mascullar a la bruja del Este interperlando por detrás. La lengua de esta mujer es un arma de destrucción masiva. Es muy temprano para llamarte y ya no me apetece callejear, aunque esta hora es perfecta. Se han ido los ambulantes, los pintores, los fotógrafos, los comerciantes, sólo quedan los gatos y lo pobres que buscan un lugar caliente donde pasar la noche. He leido que los refugios son insuficientes y las autoridades no saben donde meter a estos vagos, peligrosos y jovencísimos sin techo que tan mala imágen dan a la ciudad, y no hablo de los gatos, a los que les han abierto uno con las últimas comodidades; poco cambia en el Norte. Me meto en la habitación y me siento frente a la ventana imaginando a Natalie tapada hasta la cabeza bajo las mantas, al dueño de la cafetería camino del banco, a Milan rompiendo las fotos de Dominique, a la bruja sacándome la piel y a tí corriendo a sacarte los zapatos para nuestra hora semanal. A ellos, los callados, rezando por algún sonido amable. Todo es brillo por la noche y visto desde arriba.

domingo, 7 de febrero de 2016

Mi reina.



Es viernes de carnaval, por toda la ciudad resuenan las fiestas colegiales, megafonías con canciones festivas y machaconas que dirigen bailes ensayados durante horas, días, semanas. Todos ataviados con sus trajes de plástico y cartulinas de colores, pintadas las caras, los ojos, los labios, accionan al mismo compás bajo la atenta mirada de profesores y familiares orgullosos. Inmersos en sus personajes se despiden hasta la semana próxima y se alejan de mano de sus padres. En la cafetería, al lado del cole, se reúnen la momia y la reina del bosque.
Ella, con su bolsa de plástico verde y corazón en medio, la corona dorada con bolas de papel rojo, zapatos de cartulina dorada, brazaletes y pulseras, se mueve entre los terraceros que disfrutan del sol y las vistas. Le pregunta a uno, a otro, al de más allá -"¿Te gusta mi vestido de reina?"- "¡Claro, estás preciosa!". Mientras, la momia pide ayuda porque se hace pis y si toca sus pantalones, el papel se romperá . -"Háztelo encima"- dice la reina. -"No, que mi madre se enfada".
La momia se desespera mientras la reina sube unas escalera cantando su canción. Arriba, desde su atalaya, se dirige a la momia -"Ve a ese árbol y hazlo contra él, pero con cuidado"- La momia, obediente, comienza a manejar el asunto y se arrima al árbol mucho, mucho, demasiado. Ella, desde las alturas manotea, entra en éxtasis y muestra sus labios pintados. Alza los brazos al cielo, al frente... con convicción, con poder, sin darse cuenta que la momia, con las vendas empapadas hasta los pies, ha entrado en la cafetería.
La reina, desde el balcón de sus estancias, se dirige a nosotros, súbditos silenciosos, creyentes, felices porque nos señala . Escuchamos como canta al universo, tan fuerte que le da la tos, recompone sus cabellos largos y recoge la corona del suelo. Movimiento de cintura, brazos en jarras y alguna mano furtiva para sacar el pelo de un ojo, acompañan a una letra inventada y repetitiva, compunge el gesto y baja el tono, toca su corazón dorado que nos dona suave y dulcemente.
De la cafetería sale la pobre momia acompañado por su madre, la de la reina y un infante disfrazado de león. - "Vamos"- dice la reina madre. -"Vamos a sacarnos esa bolsa plástica y te pones el traje que compramos".
-"¡¡¡No, mamá. No es ninguna bolsa, es el traje de la reina del bosque y no me quiero disfrazar!!
 Con una mano en la silla de su hermano león, la reina se despide con su manita y una sonrisa y todos, sin excepción, imitamos su gesto mientras vemos como se aleja, acompañada de sus cánticos y gesticulaciones, hasta doblar la esquina. Larga vida, reina mía.

lunes, 4 de enero de 2016

El tío Mauricio.


Photo by Peter Herzog.
Últimamente me ronda de nuevo la cancioncilla facilona y recurrente que me cantó mi tio Mauricio la última vez que lo vi: "Que le den por el culo a Diestéfano, a Diestéfano, a Diestéfano. Que le den por el culo a Diestéfano, a Kubala y a la selección" (pónganle la música de la canción del señor conductor que no se ríe).
Mi tío Mauricio no era mi tío sino un primo lejano de mi padre y padre, a su vez, de mi madrina, y vivia en el trastero de casa de mis padres. Ya estaba allí cuando nací y allí seguía cuando me fui y, a pesar de bajar a comer de vez en cuando, ser nuestro niñero en las ausencias paternas, nunca supimos cómo, cuando y porqué vivia allí, aunque algo fuimos intuyendo a pesar de la ley del silencio. Vivíamos en un segundo piso sin ascensor de un edificio de dos alturas y viviendas a izquierda y derecha. Los bajos y primeros tenían los trasteros (o carboneras) bajo las escaleras del portal, los segundos teníamos un desván destartalado,  adónde iba todo lo inservible, cuyo suelo era de puntones de madera entrecruzados que dejaban ver las instalaciones eléctricas o los forjados de los techos. Tenían goteras por la falta de tejas, algo que aprovechábamos para subir al tejado, y en verano hacía un calor abrasador, excepto en la habitación que se construyó el tio Mauricio. Forró el suelo, de sus cinco metros cuadrados, con puertas antiguas que tapaba con una alfombra de pelo verde, tiñosa. Las paredes y el techo eran hueveras de cartón pegadas y pintarrajeadas de colores vivos, allí colgaba recortes de periódicos amarillentos y extranjeros, muchos de ellos. El cabezal de su cama era una madera con el guernica tatuado a fuego, y sobre la mesa del "comedor" otra de un ojo llorando lágrimas rojas, que él mismo había tallado. Pero a mi, lo que me obsesionaba, era aquel estampado arabesco de la colcha raida y sucia que tenía sobre la cama. Intentaba seguir la secuencia con la vista y siempre terminaba mareada o con dolor de cabeza. A los pies de la cama y separando el dormitorio de la sala, había un baúl de tapa ovalada, en la que nos gustaba sentarnos y dejarnos caer al suelo, cerrado con llave. Las elucubraciones sobre el contenido de aquel baúl, unido a las nulas respuestas sobre su persona sacaron, de todos los niños del barrio, la más divertida de las curiosidades. El olor de aquel cubículo era picante y dulzón al mismo tiempo, como el suyo. Un olor al que se sumaban algunos ratones que se pudrían en las trampas que el tío había puesto por toda la estancia y que, a veces, nos pedía que contásemos para saber cuando reponerlas. Apoyados, sobre una mesita de noche apolillada, habían un violín sin cuerdas y arco trasquilado, y una mandolina tallada y lustrosa, que contrastaba vívamente con el resto de los "muebles". Tenía un clavijero dorado, impoluto, las cuerdas brillantes y nuevas y la madera esplendorosa. Era la joya de la corona, sin duda.
El tío siempre fue viejo, tenía un tono de voz árido, grueso y tan malsonante que nos hacía reir, más que nada porque conseguía que mi madre se santiguase cada vez que abría la boca, a la vez que mascullaba  y se irritaba. Lo que sí teníamos claro, todos, es que mi madre y él no se llevaban bien. Él siempre insistía en que dejase de bisbisear durante la noche y que si, por una vez en la vida, dios y  sus pecadores pudiésen dormir, la vida le sonreiría y ella, también. Mientras, ella, lo acusaba de traidor, apóstata y necio y se quejaba de que, si era imposible dormir en aquella casa, era por el horrible sonido de la mandolina. Yo no estaba de acuerdo con mi madre (casi nunca lo estaba) pero es que me encantaban las melodías que componía. Baladas tiernas, melancólicas, que yo estaba segura que dedicaba a su hija. Otras más desenfadadas y rítmicas. Trovas como aquella que le inspiró la música de la Staca y decía algo así como:

 "A Lita la Conapeira,
 nunca la podré olvidar,
 le hizo la putada al nécoras,
 la pirola le hizo trac.(Bis)
 Tracatraca tracatracatrá,
 tracatraca tracatracatrá." 
 . 
Su hija era mi madrina, una niña diez años mayor que yo y por la que me pusieron el nombre. Asombrosamente, nacimos el mismo día, con algunas horas de diferencia. Aquella casualidad fue la que hizo que mi madre se animase a darle tal nombramiento. No es que tuviese alguna obligación, ni siquiera trato con ella o su madre, simplemente nos unía una fecha del calendario. Mi madrina y su madre no vivían con el tío Mauricio lo que no impedía, a la primera, pasar bastante tiempo con él hasta el día siguiente en que irrumpió la policia en el desván, nadie supo por qué. Desde aquel día, no es que nos prohibiesen verlo, algo imposible, por otro lado, ya que, como he dicho, se quedaba con nosotros cuando mis padres se ausentaban; pero temíamos su presencia, su leyenda, lo que no nos contaban, aunque la curiosidad y el estímulo de una aventura, nos hacía estar más tiempo arriba que abajo, hasta el punto de querer jugar al escondite para ir al desván. Una de las múltiples teorías que barajábamos era la de un asesino en serie  o aquel cofre como la tumba de una esposa que nadie vio y que yo, jamás conocí. Otra era la de un mago, o un traficante de órganos, un pirata escondiendo un enorme tesoro robado a los moros o a los rusos (dependía de quien contase la historia) ya que la llave iba siempre consigo desde que uno contó que lo había abierto y dentro había un montón de papeles que parecía mapas antiguos.  

Lo mejor de Mauricio es que era inamovible. Todos crecíamos, todos cambiábamos, menos él.  Los muebles, la ropa, el lenguaje, el olor, su aspecto, el amarillo de sus dientes, la mandolina... eran inmutables. Había conseguido aquello con lo que muchos sueñan y pocos consiguen: parar el tiempo. Llegamos a conocer sus horarios de entrada y salida, aunque no los motivos de las mismas. También aprendimos a saber de sus estados de ánimo por el nivel de ruido o las tonadillas nocturnas, puesto que las visitas disminuían a medida que crecíamos, aunque no la presencia. Me gustaba contar que mi casa tenía fantasma y, aquellos que pudimos colar a escondidas en casa, fueron testigos de aquella certeza. Mauricio, el fantasma. La leyenda corrió como la pólvora por un instituto repleto de adolescentes ávidos de creencias supranaturales. Nunca llegué a conocer el alcance de la predicción que hice a una de mis "amigas" aquel último año y que, sin saberlo, se cumpliría: "El día menos pensado,  dejo pasar a Mauricio para que me saque de este lugar". 
Ocurrió a la vuelta de mis vacaciones de Semana Santa, tras la ruptura de una quinceañera con unas normas estúpidas, tras la ruptura de un libro de familia y fotografías, tras enterarme de un embarazo no deseado, tras aprender que la felicidad era posible, lejos de allí. Fué tras mil gritos y un portazo cuando apareció el tío Mauricio, me llevó a su casa, abrió su baúl y me dio un sobre con 50.000 pesetas de 1989. Fue cuando me cantó por primera y última vez la canción que me acompaña de vez en cuando:
"Que le den por el culo a Diestéfano
A Diestéfano, a Diestéfano.
Que le den por el culo a Diestéfano,
A Kubala y  a la selección".