lunes, 4 de enero de 2016

El tío Mauricio.


Photo by Peter Herzog.
Últimamente me ronda de nuevo la cancioncilla facilona y recurrente que me cantó mi tio Mauricio la última vez que lo vi: "Que le den por el culo a Diestéfano, a Diestéfano, a Diestéfano. Que le den por el culo a Diestéfano, a Kubala y a la selección" (pónganle la música de la canción del señor conductor que no se ríe).
Mi tío Mauricio no era mi tío sino un primo lejano de mi padre y padre, a su vez, de mi madrina, y vivia en el trastero de casa de mis padres. Ya estaba allí cuando nací y allí seguía cuando me fui y, a pesar de bajar a comer de vez en cuando, ser nuestro niñero en las ausencias paternas, nunca supimos cómo, cuando y porqué vivia allí, aunque algo fuimos intuyendo a pesar de la ley del silencio. Vivíamos en un segundo piso sin ascensor de un edificio de dos alturas y viviendas a izquierda y derecha. Los bajos y primeros tenían los trasteros (o carboneras) bajo las escaleras del portal, los segundos teníamos un desván destartalado,  adónde iba todo lo inservible, cuyo suelo era de puntones de madera entrecruzados que dejaban ver las instalaciones eléctricas o los forjados de los techos. Tenían goteras por la falta de tejas, algo que aprovechábamos para subir al tejado, y en verano hacía un calor abrasador, excepto en la habitación que se construyó el tio Mauricio. Forró el suelo, de sus cinco metros cuadrados, con puertas antiguas que tapaba con una alfombra de pelo verde, tiñosa. Las paredes y el techo eran hueveras de cartón pegadas y pintarrajeadas de colores vivos, allí colgaba recortes de periódicos amarillentos y extranjeros, muchos de ellos. El cabezal de su cama era una madera con el guernica tatuado a fuego, y sobre la mesa del "comedor" otra de un ojo llorando lágrimas rojas, que él mismo había tallado. Pero a mi, lo que me obsesionaba, era aquel estampado arabesco de la colcha raida y sucia que tenía sobre la cama. Intentaba seguir la secuencia con la vista y siempre terminaba mareada o con dolor de cabeza. A los pies de la cama y separando el dormitorio de la sala, había un baúl de tapa ovalada, en la que nos gustaba sentarnos y dejarnos caer al suelo, cerrado con llave. Las elucubraciones sobre el contenido de aquel baúl, unido a las nulas respuestas sobre su persona sacaron, de todos los niños del barrio, la más divertida de las curiosidades. El olor de aquel cubículo era picante y dulzón al mismo tiempo, como el suyo. Un olor al que se sumaban algunos ratones que se pudrían en las trampas que el tío había puesto por toda la estancia y que, a veces, nos pedía que contásemos para saber cuando reponerlas. Apoyados, sobre una mesita de noche apolillada, habían un violín sin cuerdas y arco trasquilado, y una mandolina tallada y lustrosa, que contrastaba vívamente con el resto de los "muebles". Tenía un clavijero dorado, impoluto, las cuerdas brillantes y nuevas y la madera esplendorosa. Era la joya de la corona, sin duda.
El tío siempre fue viejo, tenía un tono de voz árido, grueso y tan malsonante que nos hacía reir, más que nada porque conseguía que mi madre se santiguase cada vez que abría la boca, a la vez que mascullaba  y se irritaba. Lo que sí teníamos claro, todos, es que mi madre y él no se llevaban bien. Él siempre insistía en que dejase de bisbisear durante la noche y que si, por una vez en la vida, dios y  sus pecadores pudiésen dormir, la vida le sonreiría y ella, también. Mientras, ella, lo acusaba de traidor, apóstata y necio y se quejaba de que, si era imposible dormir en aquella casa, era por el horrible sonido de la mandolina. Yo no estaba de acuerdo con mi madre (casi nunca lo estaba) pero es que me encantaban las melodías que componía. Baladas tiernas, melancólicas, que yo estaba segura que dedicaba a su hija. Otras más desenfadadas y rítmicas. Trovas como aquella que le inspiró la música de la Staca y decía algo así como:

 "A Lita la Conapeira,
 nunca la podré olvidar,
 le hizo la putada al nécoras,
 la pirola le hizo trac.(Bis)
 Tracatraca tracatracatrá,
 tracatraca tracatracatrá." 
 . 
Su hija era mi madrina, una niña diez años mayor que yo y por la que me pusieron el nombre. Asombrosamente, nacimos el mismo día, con algunas horas de diferencia. Aquella casualidad fue la que hizo que mi madre se animase a darle tal nombramiento. No es que tuviese alguna obligación, ni siquiera trato con ella o su madre, simplemente nos unía una fecha del calendario. Mi madrina y su madre no vivían con el tío Mauricio lo que no impedía, a la primera, pasar bastante tiempo con él hasta el día siguiente en que irrumpió la policia en el desván, nadie supo por qué. Desde aquel día, no es que nos prohibiesen verlo, algo imposible, por otro lado, ya que, como he dicho, se quedaba con nosotros cuando mis padres se ausentaban; pero temíamos su presencia, su leyenda, lo que no nos contaban, aunque la curiosidad y el estímulo de una aventura, nos hacía estar más tiempo arriba que abajo, hasta el punto de querer jugar al escondite para ir al desván. Una de las múltiples teorías que barajábamos era la de un asesino en serie  o aquel cofre como la tumba de una esposa que nadie vio y que yo, jamás conocí. Otra era la de un mago, o un traficante de órganos, un pirata escondiendo un enorme tesoro robado a los moros o a los rusos (dependía de quien contase la historia) ya que la llave iba siempre consigo desde que uno contó que lo había abierto y dentro había un montón de papeles que parecía mapas antiguos.  

Lo mejor de Mauricio es que era inamovible. Todos crecíamos, todos cambiábamos, menos él.  Los muebles, la ropa, el lenguaje, el olor, su aspecto, el amarillo de sus dientes, la mandolina... eran inmutables. Había conseguido aquello con lo que muchos sueñan y pocos consiguen: parar el tiempo. Llegamos a conocer sus horarios de entrada y salida, aunque no los motivos de las mismas. También aprendimos a saber de sus estados de ánimo por el nivel de ruido o las tonadillas nocturnas, puesto que las visitas disminuían a medida que crecíamos, aunque no la presencia. Me gustaba contar que mi casa tenía fantasma y, aquellos que pudimos colar a escondidas en casa, fueron testigos de aquella certeza. Mauricio, el fantasma. La leyenda corrió como la pólvora por un instituto repleto de adolescentes ávidos de creencias supranaturales. Nunca llegué a conocer el alcance de la predicción que hice a una de mis "amigas" aquel último año y que, sin saberlo, se cumpliría: "El día menos pensado,  dejo pasar a Mauricio para que me saque de este lugar". 
Ocurrió a la vuelta de mis vacaciones de Semana Santa, tras la ruptura de una quinceañera con unas normas estúpidas, tras la ruptura de un libro de familia y fotografías, tras enterarme de un embarazo no deseado, tras aprender que la felicidad era posible, lejos de allí. Fué tras mil gritos y un portazo cuando apareció el tío Mauricio, me llevó a su casa, abrió su baúl y me dio un sobre con 50.000 pesetas de 1989. Fue cuando me cantó por primera y última vez la canción que me acompaña de vez en cuando:
"Que le den por el culo a Diestéfano
A Diestéfano, a Diestéfano.
Que le den por el culo a Diestéfano,
A Kubala y  a la selección". 

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