lunes, 27 de junio de 2016

Aranceles



Ayer o anteayer, no lo recuerdo porque la reflexión no favorece la memoria, escuché de nuevo una de esas palabras que, cuando somos niños, confundimos con un objeto, como el volante que el médico daba a nuestros padres y jamás aparecía por casa. En este caso, la palabra es: Aranceles. No sé si por vergüenza o porque nadie me explicaba nada, pero estas cosas me producían gran inquietud. El concepto nunca casaba con el objeto y mi cabeza se llenaba de dudas e inseguridad.
Tuve la suerte de tener un padre que trabajaba en una empresa automovilística porque, casi a diario, traía los bolsillos llenos de objetos inservibles pero que, a nuestros ojos, eran regalos: engranajes que servían como peonzas, rodamientos repletos de canicas, muelles con los que hacíamos perchas, anzuelos o llaveros y la joya de la corona: arandelas. Las había cobrizas, plateadas, doradas, cromadas o brutas y, en la cantidad suficiente, eran cómo tesoros de película. Yo hacía collares, pulseras y hasta me atreví a fabricar un xilófono de palos de Miko lápiz con arandelas de color y tamaños diferentes, porque el sonido también variaba con el color, y que mi padre enmarcó para mi orgullo. El sonido era errático y apagado, no así su apariencia que brillaba con la luz y la vibración. Adoraba aquel objeto, era único, especial, era mío.
En casa teníamos claro que éramos pobres como ratas, mi madre lo decía casi a diario cuando alguno pedíamos un helado, un kojak o, en mi caso, un pantalón (era tan flaca que no los hacían de mi talla y se convirtieron en obsesión), pero las ratas no tenían cromos, ni peonzas, ni arandelas, las ratas sólo tenían pelo. No entendía por qué, mi madre, no cogía aquellos tesoros, aquellas arandelas y las usaba, como lo hacía yo en el kiosko que había frente al colegio. Allí compraba chocolate, chicles, refrescos de naranja y agua... Sólo ponía las arandelas en el mostrador y la señora Rosa cogía las que necesitaba, casi siempre eran dos doradas y una plateada pequeña sin cromar, aunque si quería un bocadillo de chorizo cogía, además, tres de las pequeñas. Así aprendi que las doradas eran las más valiosas, las que había que guardar para ser rico y aunque lo dije en casa más de una vez, todos se reían. Me fastidiaba que se rieran de mí, me dolía, pero me convencí de que de esa manera, serían todas mías, sin competencia. Quizás no le concedían valor porque venían en los monos de trabajo (al lavarlos,mi madre  decía que de allí no salía más que mierda y más mierda) y no en una billetera de cuero, de las que adoraba su olor. Tal vez porque jugábamos con ellas ya que, también decía, que los juguetes no valían para nada. Me dediqué a buscarlas antes de que las tirara a la basura, las lavaba y guardaba por tamaños y colores y por la mañana, metía algunas en el maletín, hasta que una mañana encontré el kiosko de la señora Rosa, cerrado. Me colaba por la valla, todos los recreos, para ver si ese día había más suerte, pero no, hasta que me enteré que se habían mudado al centro, pero aquello estaba fuera de mi alcance. Lo intenté con el ultramarinos del barrio, pero allí tampoco reconocían el valor de mi tesoro, la culpable era mi madre, seguro, que había hablado con la señora Marina y el tonto de su hijo Toño. Me dio igual, atesoré un buen puñado, con los ojos fijos en el kiosko, con la seguridad de que pronto volvería a abrir, hasta que una excabadora acabó con mis esperanzas.
Fue a los 12 años, coincidiendo con la compra de nuestro primer coche, cuando escuché por primera vez la palabra Arancel y lo comprendí en el instante. Aquel objeto estaba repleto de arandelas, se veían por todas partes: bajo las alfombras, en las puertas, en el volante, el techo... y, aunque ya sabía que no servían como moneda de cambio, su valor seguía patente. Rebusqué las doradas, había 6, las plateadas, 12, e innumerables de las otras: pequeñas, grandes, minúsculas e hice una suma mental...mi padre tenía razón, era una ganga. Sólo ellas sumaban más que el valor del coche.
Y lo que son las cosas, he comprado 4 automóviles en toda mi vida y siempre, cada vez, busqué color y número de arandelas que tenían y siempre, siempre, cuesta menos el coche que el número de ellas.