martes, 16 de febrero de 2016

Todo brilla, desde arriba.



No hace viento, ni llueve aquí, cosa rara. Tampoco hay luna llena, ni hace un frío excesivo por eso no sé a qué achacar esta crispación generalizada. Esta madrugada, en el aeropuerto, el azafato de entrada bufaba en vez de hablar. Luego, en el avión, las siempre amables y dispuestas auxiliares estaban vagas y malhumoradas. A ellas puedo entenderlas porque aguantar a según quién es de medalla. No hay demasiadas necesidades en un vuelo menor de una hora y si tienes miedo a volar, ven medicado de casa o ten la bolsita a mano por si no puedes reprimir las náuseas. A esas horas de la madrugada no somos demasiados los viajeros pero, por pocos que seamos, siempre hay alguno tentado a hacerse notar. Yo siempre suelo hacer lo mismo: llegar con el tiempo justo y desaparecer en el asiento de ventanilla. No digo más que un "buenos días" o "hasta luego" según entre o salga, tampoco hace falta más y menos en días como el de hoy, raros. Del aeropuerto al trabajo voy en taxi y, después de dos años y medio, he hecho el trayecto con todos ellos. Hoy me ha tocado Vincent Soulage -lo sé porque tiene chapita- que siempre hace honor a su apellido y al manual del buen taxista dejando su marca en mis oídos. Me habla del tiempo, de la policía, de las normas, de los atentados, del miedo que tienen las piedras de este lugar a ser melladas y desaparecer entre un mar de extraños. Así llama Vincent a todos los que llegan a las puertas del país, un país que hace años se abrió para él y puso en sus manos un taxi, pero ahora todo es distinto porque él siempre fue buena gente, dispuesto a integrarse, no como esos, que vienen a aprovecharse del sudor ajeno. Dejo que hable y pago mi deuda con la sensación de que es él, más bien, quien me debe algo. En la recepción está Natalie, morena, de piel blanquísima, labios rojos y ojos de gato cuyas uñas kilométricas con cristales incrustados bailan entre teclas y saludos. Hoy está seria, como resacosa y para animarla imposto la voz 
-“¡Hola! ¿cómo estás?”.
-No me apetece hablar, no preguntes. Ya te contaré a la hora de comer.


Subo la escalera hasta el primer piso, donde está mi agonía: la mesa mágica que, a pesar de vaciarla cada martes, cria papeles durante la semana . Es un misterio que algún día investigaré a fondo. Me enfrasco en mis cosas, hablo con posibles clientes, muchos de ellos ocupados que me atienden a regañadientes y rapidito, algo habitual; me reúno con compañeros para despejar dudas y comienza a saltar la liebre. Dominique ha dejado a Milan, ambos trabajan en el mismo departamento, codo con codo, se necesitan para realizar su trabajo pero ahora no quieren hablarse, ni verse, ni olerse. Milan aprovecha cualquier ocasión para picarla y ella entra al trapo. Dominique es de origen turco, Milan croata y en la discusión entran las parentelas, las naciones, los compañeros que forman corro a modo de ring y alguno toma parte... y me voy a por un café, afuera, a la calle, donde nadie grite y me encuentro con Natalie que llora y llamo al jefe y le digo que también me la llevo y me cuenta.
 Natalie es de origen portugués, aquí nadie es “sangre limpia”, todo el mundo tiene familiares de algún lugar del mundo, ha nacido en algún lugar del mundo, ha viajado por algún lugar del mundo y uno se imagina que conocer otras culturas enriquece las mentes, elimina fantasmas, aleja los miedos, pero los miedos y los fantasmas son más grandes y fuertes que cualquier mente. Natalie es preciosa, amable, lleva 4 años trabajando en el mismo puesto, con la misma eficacia, con la misma sonrisa, pero se parece mucho a una “pseudoyihadista” que sale en la tele y buscada por la policía. El nivel de histeria se ha desmadrado un poco, en este país, y el martes pasado apareció la policía en su casa porque alguien había denunciado. Han llamado a la oficina, pedido informes y se acabó, saben que no es ella, pero se siente vigilada, insultada, sabe que sus vecinos y compañeros la observan con recelo y eso la intimida, le incomoda y hace un dramón tal que habla de largarse y no volver, pero no sabe ni cuándo ni adónde. Al volver a la oficina todo se ha calmado así que espero a las 5 para pasear por el centro. 
Dos perros ladran mientras sus dueños se interpelan por no sé qué. Madres con carritos plastificados corren por la acera, conductores estresados que pasan semáforos en rojo. Me siento en una terraza donde sé que me clavarán, pero no importa... ¡será por pasta!. Escribo lo que veo, hablo por teléfono,  bebo mi cola (4€), mientras anochece. Es bonito ver como las sombras van ocultando la ciudad, cómo tornan los colores de los árboles, de los edificios, de las estátuas, cómo se encienden las farolas, mágicamente, sin que nadie le de al botón, cómo se van despejando las calles, los coches se convierten en estrellas fugaces y parece que comienza la calma cuando ya todo es negrura y brillo. El camarero me dice que no puedo continuar en la terraza si no vuelvo a consumir y lo que me cobrarían  por una cena serviría para alimentar a una tribu entera. No quiero ir al hotel, así que me voy a un restaurante próximo. La crisis afecta a todos, sobre todo a la pareja sentada a mi izquierda, muy joven, cuyas quejas sobre celos es audible a los pocos comensales, luego todo son susurros, servilleta encima de la mesa y salida intempestiva de uno de ellos. La quiche de cebolla está deliciosa y recuerdo que debía visita familiar. Llamo para disculparme y escucho mascullar a la bruja del Este interperlando por detrás. La lengua de esta mujer es un arma de destrucción masiva. Es muy temprano para llamarte y ya no me apetece callejear, aunque esta hora es perfecta. Se han ido los ambulantes, los pintores, los fotógrafos, los comerciantes, sólo quedan los gatos y lo pobres que buscan un lugar caliente donde pasar la noche. He leido que los refugios son insuficientes y las autoridades no saben donde meter a estos vagos, peligrosos y jovencísimos sin techo que tan mala imágen dan a la ciudad, y no hablo de los gatos, a los que les han abierto uno con las últimas comodidades; poco cambia en el Norte. Me meto en la habitación y me siento frente a la ventana imaginando a Natalie tapada hasta la cabeza bajo las mantas, al dueño de la cafetería camino del banco, a Milan rompiendo las fotos de Dominique, a la bruja sacándome la piel y a tí corriendo a sacarte los zapatos para nuestra hora semanal. A ellos, los callados, rezando por algún sonido amable. Todo es brillo por la noche y visto desde arriba.

domingo, 7 de febrero de 2016

Mi reina.



Es viernes de carnaval, por toda la ciudad resuenan las fiestas colegiales, megafonías con canciones festivas y machaconas que dirigen bailes ensayados durante horas, días, semanas. Todos ataviados con sus trajes de plástico y cartulinas de colores, pintadas las caras, los ojos, los labios, accionan al mismo compás bajo la atenta mirada de profesores y familiares orgullosos. Inmersos en sus personajes se despiden hasta la semana próxima y se alejan de mano de sus padres. En la cafetería, al lado del cole, se reúnen la momia y la reina del bosque.
Ella, con su bolsa de plástico verde y corazón en medio, la corona dorada con bolas de papel rojo, zapatos de cartulina dorada, brazaletes y pulseras, se mueve entre los terraceros que disfrutan del sol y las vistas. Le pregunta a uno, a otro, al de más allá -"¿Te gusta mi vestido de reina?"- "¡Claro, estás preciosa!". Mientras, la momia pide ayuda porque se hace pis y si toca sus pantalones, el papel se romperá . -"Háztelo encima"- dice la reina. -"No, que mi madre se enfada".
La momia se desespera mientras la reina sube unas escalera cantando su canción. Arriba, desde su atalaya, se dirige a la momia -"Ve a ese árbol y hazlo contra él, pero con cuidado"- La momia, obediente, comienza a manejar el asunto y se arrima al árbol mucho, mucho, demasiado. Ella, desde las alturas manotea, entra en éxtasis y muestra sus labios pintados. Alza los brazos al cielo, al frente... con convicción, con poder, sin darse cuenta que la momia, con las vendas empapadas hasta los pies, ha entrado en la cafetería.
La reina, desde el balcón de sus estancias, se dirige a nosotros, súbditos silenciosos, creyentes, felices porque nos señala . Escuchamos como canta al universo, tan fuerte que le da la tos, recompone sus cabellos largos y recoge la corona del suelo. Movimiento de cintura, brazos en jarras y alguna mano furtiva para sacar el pelo de un ojo, acompañan a una letra inventada y repetitiva, compunge el gesto y baja el tono, toca su corazón dorado que nos dona suave y dulcemente.
De la cafetería sale la pobre momia acompañado por su madre, la de la reina y un infante disfrazado de león. - "Vamos"- dice la reina madre. -"Vamos a sacarnos esa bolsa plástica y te pones el traje que compramos".
-"¡¡¡No, mamá. No es ninguna bolsa, es el traje de la reina del bosque y no me quiero disfrazar!!
 Con una mano en la silla de su hermano león, la reina se despide con su manita y una sonrisa y todos, sin excepción, imitamos su gesto mientras vemos como se aleja, acompañada de sus cánticos y gesticulaciones, hasta doblar la esquina. Larga vida, reina mía.