miércoles, 27 de abril de 2016

Qivitoq en un bosque de abedules.




"Es maravilloso saberse el centro del universo. Ese sol amarillo y grandioso que sale para calentar tu cara, iluminar tu camino, realzar tu sombra... pero qué tranquilidad da descubrir que todo es producto de nuestro pobre y equivocado cerebro. Por suerte, el universo se conjura contra la humanidad para devolvernos al único y verdadero lugar donde el hombre es feliz: la contemplación".
"Gastamos media vida en prevenir, preparar, precaver, inmunizar, preocupándonos por lo que el futuro nos pueda traer pero que ni el futuro mismo sospecha ya que, el futuro, es eso que, cuando llega, siempre nos coge desprevenidos por ser presente".
Cuando era niña mis padres nos llevaban a comer al aeropuerto. Era un aeropuerto pequeño, de provincias, pero con cosas que no podías encontrar en ningún otro lugar. Lo llamábamos la fiesta de los domingos:  vestirnos con la ropa buena, subir al autobús y colarnos bajo el contador de la entrada mintiendo al conductor cuando sospechaba que aquellas alturas no correspondían a niños de 4 años. Pero algunos acontecimientos justifican cualquier mentira porque, las doce pesetas por persona que costaba el pasaje del servicio público, suponía tener que compartir la cocacola u olvidarnos del muñeco/dispensador de los caramelos que vendrían más tarde. Frente a la entrada de llegadas, al otro lado de la carretera, había un bosquecillo de abedules (o así los llamaba mi padre) donde nos adentrábamos para comer la tortilla y ensaladilla embutidas por la fiambrera. Había que buscar el lugar exacto, ya que pastaban caballos y vacas y, en ocasiones posar el mantel, por mucho que mi madre se empeñase en desinfectarlo todo, era más peligroso que comer en medio de la carretera. Tras acabar con las viandas y recogido el tendedero en la bolsa de paja, corríamos como alma que lleva el diablo hacia la puerta de las cosas ricas. Sigo sin entender por qué lo bueno debe hacerse esperar y, al igual que ocurría en la playa, debíamos hacer las dos horas de rigor para llegar a lo realmente bueno. Pasábamos el tiempo jugando en la gran zona verde que lo rodeaba, viendo algún helicóptero del ejército posado en la pista, el cual se cubría de un halo de importancia por el soldado armado que lo custodiaba y no nos sacaba ojo. Entre carreras al bar para ver el tesoro y preguntar la hora, nos íbamos impacientando hasta que, cansados de tanta insistencia, nos compraban los caramelos pez y la coca-cola americana y, si había suerte, agarrados a nuestro bocadillo de chorizo, nos arremolinábamos frente al ventanal para contemplar la llegada o salida de un único avión. Me encantaba aquel lugar y parece que a mis padres también, porque nos llevaban bastante a menudo, también en invierno. Era de los pocos lugares donde caía algo de nieve y si querías saber lo fría que estaba, hacer un muñeco, tirarte por un desnivel sobre un plástico o estar al día del acontecimiento de la ciudad, aquél era el lugar. Podías encontrar a cualquiera: vecinos, profesores, compañeros de clase, familiares, incluso al alcalde. Era una especie de club social popular que, al igual que ocurre en los grandes desfiles de moda, todo el mundo aparecía con sus mejores galas por si colaba y eras confundido con uno de los buenos, que tenían el suyo, el de verdad, el de golf, unos metros antes de aquel jolgorrrrio.


Ilulissat, es la tercera ciudad de Groenlandia pero, a pesar de sus 15.000 habitantes, es más pequeña de lo que era el Vigo de mi infancia. Allí, alejado de las casas, han colocado un banco que invita a sentarse. Es un banco de madera, descubierto por todos sus costados, cercano a un mar congelado en contínuo movimiento y sujeto a temperaturas mínimas de 50º bajo cero. Al contrario de lo que pueda parecer, siempre hay alguien ocupándolo, porque la temperatura es secundaria frente a cualquier espectáculo. Allí puedes pasarte horas, días completos sin hacer nada, sin beber ni comer, sólo viendo e imaginando. Puedes llevar cojines, periódicos, mantas térmicas que salvaguardarán, momentáneamente, tu culo de convertirse en lo mismo que contemplas: hielo. Pero ¿a quién le importa que confundan su culo con un cubito?. Allí también hay un aeropuerto pequeño, pero ni autobuses, ni carracas de entrada. Hay perros que tiran de trineos y lanchas/taxi y barcos pesqueros... pero el acontecimiento está en el hielo despedazado, derretido, hielo milenario desapareciendo. Es un gran desfile, una manifestación gigantesca de intenciones, de realidad en fuga. Es espectacular ver a los ancianos colosos pasearse por la bahía, reverenciados por los que los contemplamos. Algunos, incluso, se niegan a desvanecerse regresando a la bahía metros antes de llegar a la corriente que los llevará a mar abierto. Por suerte la vida de esta ciudad es de cara al mar y puedes seguir sus evoluciones desde cualquier punto, así que nos unimos a un juego de niños, eligiendo un contendiente que nos aupe a la gloria de ser el primero en llegar a la meta. Las reglas son sencillas: puedes elegir el que sea, independientemente de la situación ya que no sabes qué hay bajo el mar, si volverá, si varará, si chocará... El mío me eligió, estuvo unos días varado frente a mi ventana, girando levemente, enseñando sus hechuras, su físico, sus taras. Su enorme ojo en medio, impidiendo que el viento lo ayude en su tarea. Me pareció valiente, importante, sabio mostrando sus heridas para pasar desapercibido. Era realmente bello y su belleza radicaba justamente en su carencia, en su agujero, en su nada. Era el témpano herido, el maltrecho, el solidario, el que empujó, el día antes de nuestra partida hacia el sur, al ganador y encumbró a mi compañero al olimpo icebergil. A pesar de perder, me sentí orgullosa de mi "titanic depredator" (así lo llamé) porque, tenía muchas bazas para ganar la batalla, de conseguir fama y gloria, pero prefirió ayudar a un colega en problemas y seguir viviendo en silencio, sin prisa por alcanzar una muerte segura, paladeando el paisaje, contemplando la vida desde un cómodo segundo plano.

Volamos hacia la isla de Baffin, en Canadá, buscando vestigios de una historia contada a través de la suavidad de unas pocas hebras de cuerda. Una historia ocurrida un milenio atrás, agotada, callada, intrascendente para la humanidad porque no dejó huella en nadie y de la que quedan una pocas ruinas reconstruidas de aquella manera. Para mí, lo realmente increíble es la audacia, la fuerza de esos hombres y mujeres que,  con los medios de la época y la dificultad de este trayecto, buscaron un refugio embarcados en cáscaras de nuez. De vuelta a Groenlandia, desde el aire, creo divisar a mi depredator, a mi iceberg vikingo de ojo hueco, pero no, son otros ojos, otras erosiones, otro chino parecido al mío, mucho más rápido y joven, mucho menos prudente. Llegamos a casa de Erik el rojo, en  Brattahlíd, Groenlandia, y allí solo queda una pequeña edificación: la iglesia que construyó su esposa Thjódhildr. Me llama la atención la ubicación, el paisaje, la construcción... es minúscula, no cabría ni una persona, ni un espíritu, porque ésto es un don, no un refugio, un don construido en un lugar casi idéntico a la ciudad y  paisaje islandeses desde el que partió inicialmente.
Aquí esperaremos a que llegue mañana Magnus, mi vecino islandés, y su barco de pesca. Estamos en tiempo de resta, como los icebergs, más pequeños en este lugar. Han hecho una travesía de varias millas y muchos días, meses algunos, muriendo lenta y primorosamente. Hoy entiendo la necesidad de los antiguos de creer en algo mayor a un simple hombre. El agradecimiento al hielo, al sol, a la noche, a la tormenta, a la lluvia los dones recibidos y aprovechados para la vida, a la necesidad de desaparecer, huesos incluidos, llegado el momento. Esa imitación de la vida de éstos, los que derrite el calor y el mar, para que su qivitoq (espíritu errante) se pegue cual garrapata a otro ser y le obligue a no pararse, a seguir buscando, indagando hasta volverlo loco y morir. Mientras ayudo a preparar la cena, hoy toca crema de verduras y bacalao, empiezo a convencerme que el Qivitoq de "titanic depredator" se ha enredado entre mi pelo porque no tengo ninguna gana de volver a casa y comienzo a pensar en Islandia como en aquel jolgorrrrio dominguerrrro de mi infancia. Me veo volviendo a mi ciudad, buscando un bosquecillo de abedules para desinfectar o, en su lugar, un caballo o vaca salvajes a los que traspasar mi qivitoq. Cualquier cosa antes de terminar calentando la tortilla y la ensaladilla en el maldito microondas.