viernes, 30 de marzo de 2018

Háblame del mar, marinero.



Sinceramente, lo que digan, hagan o entiendan los Vargas Llosa de la vida, me importa lo mismo que el orinal bajo la cama. ¿Asqueroso? sí, pero producto de un tiempo que huele a lo que porta. Requesones en tiempo de caducidad. Lees a algunos profesores con doctorado en ética - dicen ellos- y entiendes que los títulos y masters se los dan a cualquiera. Hace tiempo que sé que un título es un papelito amarillo que pegas a tu frente para recordar que estudiaste. Algo de qué presumir ante las/os chatis de turno o rellenar el apartado bibliográfico de facebook, porque un cerebro permeable no es para quien quiere, sino para quien puede. Y es que la universidad debería convertirse en el cajero automático de un parking. Me gustan estos profes, pero me gustan mucho más sus seguidores porque el seguidismo es así: intolerante con la gota rebotona. De nada sirve la ley de la gravedad o la física o la matemática o la filosofía, el seguidismo es la ideología de "lo que diga la rubia" y a ver si con suerte, me la tiro. Es difícil ver más allá de la etiqueta o el precio de las cosas, complicado entender que las instrucciones personales vienen en diferentes idiomas y, mucho más enrevesado, aceptar que la pequeñez de tu mundo no puede extrapolarse al resto. ¿Qué pido? Que me olviden, que no existo.

Una novica del 16


Nací con el nombre de Dina Villaviciosa, en 1552. Mi padre, d. Sebastián Villaviciosa, sustentaba el noble oficio de escribiente, encargado de nominar la extensa camada caballar del marqués d. Amaro de Provenza y Perpignan. Mi madre, doña Manuela María de las Mercedes Iglesias de Villaviciosa, nos mantenía sanos y a salvo de los peligros de la tierra a mi hermano menor y a mí. Sus desvelos se iban en procurar una educación refinada para ambos, acorde con nuestras necesidades futuras: el femenino bordado y clavicordio, y la muy masculina espada y duelo a pistola. A pesar de su corta edad, Sebastián, mi hermano, mostraba gran habilidad con cualquier arma que tuviese a mano. Muchachos de edad mucho más avanzada a la suya, rehuían su presencia y, por lo tanto la mía, por lo que mi casamiento se esperaba tardío. Mi buen padre, queriendo hacer un hombre de provecho de él, lo llevó consigo para ver si aprendía algo del oficio o el muy atento y nobilísimo d. Amaro, le encontraba acomodo como aprendiz de algo. Fue en 1568, aquel aciago día de marzo y bajo un cielo amenazante, cuando el inquieto Sebastián azuzaba y perseguía, espada en ristre, a la yegua favorita marqués. En un arrebato insólito, se acercó a nuestro airado progenitor y le asestó una estocada en el pecho, tal y como le había enseñado el maestro de esgrima, los jueves de 9 a 11. Una ejecución perfecta, ángulo y profundidad exactas, que apenas produjeron sangrado al desdichado. La mala suerte hizo que su cuerpo cayera de bruces en el estercolero de la parte de atrás. Allí permaneció su cuerpo hasta que d. Amaro, haciendo gala de su inconmensurable humanidad, ordenó levantar y adecentar el cadáver para un maravilloso y emotivo sepelio.
Al faltarnos padre y ser mi hermano reprendido por el hecho, el sustento comenzó a hacerse dificultoso así que, mi madre,no sin antes solicitar el consentimiento del, aunque menor, “pater familias”, organizó mi ingreso en el convento de la asturiana vecindad de Onís. Me adapté bien al lugar, las hermanas eran limpias, organizadas y el hedor a moho y humanidad, soportable. Debía ayudar en todo lo que me pidiesen y, a cambio, podía continuar avanzando en la educación que toda señorita debería poseer. Pero pronto comencé a notar un pequeño deterioro en mi salud: un pitido auditivo incesante en la parte derecha, sonido que terminó por esfumarse cuando el tímpano brilló por su ausencia. Decían las hermanas que eran simples problemas de conexión, que no tenía el cuerpo en sintonía con nuestro señor. Es posible, pensé, ya que siempre se me ha dado fatal coordinar dial con emisora tragandome cuanta algarada de rojazos, moriscos, calvinistas o guaraníes enveneadores de flechas ocurría. Menos mal que la radio no la inventarían hasta 4 siglos después, si no sería un sinvivir mayor que el de Santa Teresa, esa mujer.
Aquella inquietud mía, aquel malestar, hube de confesarlo a nuestro idem d. Ferreolo, tataratataratataranieto, aunque idéntico a aquel obispo mártir francés, cuyo consejo no comprendí en su magnitud por mi incapacidad auditiva; también a mi buen Sebastián, que a pesar de sus inagotables labores con el noble d. Amaro, continuaba contestando mis cartas en su labor de tutor; al contable del convento, hombre sabio y leído y, por lo tanto, conocedor de los pecados de la carne y el alma. Ninguno supo aconsejarme. Decidí hablar, entonces, con la madre superiora y ella, más sensible a nuestras necesidades, escribió al médico general. Calculando el día de recogida de la misiva, el tiempo de traslado de la misma y contando que el caballero se pusiese en camino de inmediato, calculamos que tardaría no menos de tres meses. Me conminó, no obstante, a imitar a Sor Teo padecedora del mismo mal pero del oído contrario: tapar el bueno para que el malo espabilara.
Sor Teo fue la primera compañera que encontré al ingresar en el noviciado. Ciertamente, me llamó la atención su mano derecha extendida a lo alto, mientras tapaba con el índice el oído izquierdo, pero dado mi grado de ignorancia, pensé podía ser una costumbre de aquellas que estaban en cocinas, parecerse a una tetera. Era una mujer seca, enjuta, cuyo vello facial mantenía una perfección geométrica. Comenzando bajo una oreja, bajaba por la mejilla para volver a subir y circundar el labio superior, bajando nuevamente y terminar en la oreja contraria. Daba igual qué perfil mostrase, era totalmente simétrico. A pesar de su gesto árido, adiviné su único diente frontal cuando sor Adoración le hizo saber que formaríamos pareja. Dormiríamos en la misma celda, iríamos a maitines, al rosario, al coro, a las tareas… dejaría de ser una tetera y nos convertiríamos en un trofeo, la Copa del Señor.
Era una tarea dura, cansada mantener el puño izquierdo levantado para meter el pulgar en el orificio derecho. Sin embargo, era mucho más descansado que alzarlo y extenderlo como hacía mi compañera pero, como repetía la madre, en el sacrificio está la santidad, y así me mantuve firme. Creo que aquello hizo que ganase la admiración de las enclaustradas ya que me premiaron con el título de sor antes de tiempo. Sor Dina y Sor Teo, el Copón Bendito. En la mesa, estábamos obligadas a colocarnos en los extremos, una frente a otra, en una especie de efecto espejo, para importunar lo menos posible al resto del claustro. El acomodo en el coro fue más problemático, ya que nuestros codos incordiaban en cualquier lugar. Terminaron por sentarnos en la primera fila, esperando que aprendiésemos la lectura labial pero, como buenas melómanas, preferíamos disfrutar de la música con los ojos cerrados, apoyando una cabeza contra la otra, gozando de la paz interior que aquello nos suponía. La directora creyó que el deleite sería mayor en los jardines, leyendo los evangelios, eximiéndonos del encierro para liberar nuestra mente. Parecía que ocurriría lo mismo en los maitines del domingo, cuando el confesor sorprendía con su sermón y nuestros brazos alzados, lo contrariaban. Sor Teo, con esa sabiduría que da la edad, decidió que debíamos sentarnos en primera fila y gritar “¡Aleluya!” cada vez que se acercaba un acto de contrición. Tanta devoción pareció regocijar a todos y enseguida se convirtió en la seña de identidad del lugar. Con oración, puño izquierdo en ristre, mano derecha al viento y la seguridad que confiere la absoluta sordera , se sucedieron los meses siguientes, sin que nada supiésemos del galeno.
Entre nosotras no había palabras, aquel mal común nos unía más que el amor al Santísimo pero de la misma manera que el roce hace el cariño, el exceso lo espanta y, transcurrido un tiempo, comenzaron las desavenencias. El evangelio era nuestra mayor conexión mundana. Apoyado el libro en el regazo de mi compañera, yo pasaba las páginas. Sus ojos se cansaban, al igual que sus piernas y mis dedos iban más rápido de lo debido, dejándola con la miel en los labios de tan emotiva lectura. La mañana en que apareció, por fín, el ayudante de doctor, yo portaba el libro y ella pasaba páginas con tal parsimonia que mi interés se dirigía al sol de la mañana, los primeros brotes florares, la llegada de las golondrinas, los cabellos de aquel efebo que se nos acercaba. Frente a nosotras, movía brazos y labios sin parar mientras mi nerviosismo sonreía y respondía “por supuesto”, “de acuerdo”, “muy bien” a lo que fuese que estuviese diciendo. En un momento de lucidez me incorporé y bajé los brazos, ambos, para estupor de mi antigua mitad que, entre alaridos, fue en busca de la autoridad. Era tan bella aquella voz, tan profunda como la vibración del órgano que el padre Nicanor tañía en los ocasos sabatinos. Concluí que aquel ser, aquel rostro frente al mío no podía ser otro que el del arcángel Gabriel que anunciaba el advenimiento de mi curación.
Durante 4 días nos observó, nos estudió, rozó aquellos sedosos cabellos por mis mejillas, hombros, espalda. Me habló del mundo de fuera, de las misiones, de la pirámide social sujeta al negro de las rodillas. Durante 4 días consentí, me sometí al ponderado conocimiento de la medicina que no cesaba de repetir: “estás curada, estás curada”. Partió al quinto, con el alba, como buen arcángel, dejando cierto recelo en la congregación sobre nuestra sanación. Se manifestó el milagro al noveno mes de su partida, cuando escuchaba, por ambos oídos, el llanto de Gabriel Villaviciosa de Onís, conquistador y precursor, años más tarde, del trueque de flechas enveneadas guaraníes por rosarios.

Volando voy, volando vengo. Por el camino, me entretengo


Dicen por ahí, las gentes que saben, que hay lugares de mierda con gente de mierda. Dicen, los humanos con ojos, que lo único que merece la pena es la mierda.

1.-Nace
Nada más bajar del avión, encontramos un animal defecando en pleno aeropuerto. “¡Mira, qué bien. No todo va a ser Polinesia!” comenta Juan Juan, mientras un operario se afana en espantar al bicho y esconder el regalito en alguna esquina. Lugares no le faltan, todo sea dicho. Es lo que ocurre cuando llegas a un aeródromo sin el marchamo “internacional”. Aunque, aparentemente, todo aparezca impoluto y estemos en un páramo de tierra rojiza, apesta a orines y descomposición. “Es el olor de las especias”, dice Erik. En la puerta nos espera el chófer y traductor, un adán con sandalias y pies negros (natural) cuya piel es del mismo color de la tierra. Ojos rasgados, pelo azabache, extiende el brazo derecho con la mano repleta comida. Dudamos entre si nos da la bienvenida, invita a comer o es una alegoría ideológica. Erik, avezado en mil batallas, sujeta su codo y lo abraza. Hammed esboza una sonrisa más negra que sus pies y nos lleva al 4×4. No tarda en aparecer la tan cacareada magia de la India, tan sólo debemos cargar el maletamen para que se convierta en un 0x4, sin más espacio que para conductor y acompañante. ¡Menos mal que aprobamos funambulismo y aquel curso de 4 horas de supervivencia! Ahora sabremos qué hacer cuando el Zippo, con el que el conductor enciende sus múltiples cigarros, contacte con el combustible. En cualquier momento, si en el hedor a gasolina nos basamos. Juan Juan me muestra el aire acondicionado, menos mal, pero debo dar media vuelta a mi cuerpo y ver al techo o lo que de él queda. Ahora es cuando entiendo el apartado “cierra la boca” del curso de supervivencia. En el hotel, todo es amplio: habitaciones, cama, armario, olores, bichos… y hasta el agua caliente. Llaman repetidamente a la puerta. “Espabila, el chófer se ha fumado todo lo fumable. Sólo le queda el coche” y, sin atar las botas, apuro escaleras abajo para ver otra preciosa vaca pastando en el pequeño basurero cercano. Me pregunto si tendrán nombre. “¡Malditas especias. Añoro el ajo!” y comenzamos la aventura. Si algo une al mundo no son el amor ni la mierda, son las carreteras de montaña: polvo en espiral. Torbellinos de tierra que generas al entrar y te vas encontrando continuamente hasta la cima. Estoy convencida de que Led Zeppelin compuso su famosa canción en una de estas. Tengo el culo cuadrado, sudo todo lo fumable por Hammed y el pelo, empapado hace unos minutos, se ha mimetizado con el paisaje.
Mastico el polvo, huelo gasoil, me duele el tuétano y observo… Dios, es una cordillera.

2.- Crece
Podría zambullirme en este cielo para nadar entre montañas y pueblos. Convertirme en foca, nutria o ballena jugueteando en la calma azul. Un bicho marino en el Himalaya saltando de pico en pico, de templo en templo, de olor en olor, de traje en traje, de suciedad en suciedad. Si alguien creó la belleza, lo hizo aquí. Si los idiomas, aquí también. Si el culto, emana de las piedras. Todo empieza y termina en este hormiguero inmundo de niños desarrapados, hombres desdentados y mujeres muertas. Es el hogar de la pobreza, del olvido, del hambre, pero también de la vida que, tozuda, se abre camino de espaldas a cualquier gobierno, de forma idéntica a como él se muestra. Es una guerra sorda, ciega y muda que todos saben y nadie reconoce. La guerra de las guerras, la universal.
Salimos de la prosperidad para llegar a este basurero militarizado. Apenas se ven pero se escuchan, aunque a nadie parece importarle. Ocurre con todos los territorios, demasiadas fronteras que terminan convirtiéndose en engendros mayores que sus habitantes. ¡Qué más da! Mil millones y naciendo. Más de los necesarios.
Me he acostumbrado al olor de las “especias”, a los colgajos de carne picoteados por las moscas, a la gente en cuclillas, a ver más vacas que perros, al pan fresco. Paseo por pasajes imposibles, puertas para enanos que semejan túneles. Calles de dos casas. Casas sin gente, gente sin casa. Pasajes intransitables con sumideros impolutos. El centro es turístico, urbano, antiguo, adoquinado hasta el linde, donde la tierra se lo come todo. Y la cordillera. Parece un espejismo. Son dos mundos, tres, cuatro caras imposibles, inconexas si no fuese por la gente. Caras con surcos, risas de bocas peladas y templos, templos y más templos. Religiones que conviven o malviven o desviven. Azules, rojos, dorados y millones de hormigas de colores. Lujo y miseria. Pequeñez y grandiosidad. Muchedumbre y soledad. Dios santo ¡qué mierda de lugar! y, sin embargo…

3.- Se desarrolla.
Nos acercamos a la región de Changthang, cerca de la antes frontera tibetana y ahora China, para contemplar uno de los mayores lagos de altura del mundo: Pongong Tso (4.200m). Sorteamos bloqueos de carreteras, bloqueos militares, bloqueos de bloqueos y mucho santuario para un solo buda. Por el camino, recogemos al lama Tathagata, un rolex sujeto a voto de pobreza, por eso camina. Habla un inglés perfecto, de Cambrige, dice, como sus modales. No hay sufrimiento en su abierta sonrisa, todo lo contrario. A pesar de la túnica y la calva, es un muchacho lustroso y saludable del que esperas aroma a Loewe y manicura. “Este viene de arriba”, masculla Erik, “pero estoy con los de abajo”, replica él y, aclaradas las procedencias, nos viene al pelo porque vamos en la misma dirección. Esperamos que nos dejen ir más allá de Merak, último bastión para turistas, ya que el maldito lago tuvo la mala idea de compartir fronteras. No entiendo esta manía que les ha entrado a los lagos, últimamente. Nos habla de los Changpa, pastores nómadas originarios del Tíbet  que gracias a la meseta que lo une con Cachemira, han llegado aquí desde el siglo VIII. Pastorean yaks, cabras normales y el tesoro: una cabra de finísimo y suave pelo llamada pashmina. Y, de golpe, me encuentro en Siberia con los Nenets. Han cambiado las latitudes, los animales… nada más.
Tener un lama con labia es uno de esos lujos asiáticos. Es mejor que un sereno, que un pasaporte, que un salvoconducto, que google maps, que un libro de salmos. Nos habla de la migración que, desde 1960 se ha ido produciendo en el Tíbet, de los cambios “democráticos” que ha instaurado Tenzin Ghyatso (actual Dalai Lama) desde su destierro. Ahora, por fín, puede ser visto a los ojos, hablable o tocable sin castigo. Me resulta curioso el concepto “voto de pobreza” de los lamas y no hablo de la chocita de 1000 m del Dalai, sino del lama de a pie. ¡Se parecen tanto al d. Benito de mi barrio…! Ay, perdón, que los lamas son guays, son budistas.
Finalmente, tras hablar con policías fronterizos, revisarnos hasta los zapatos, guardar lo valioso en nuestras zonas más pecaminosas, firmar un permiso de 4 días y 100 k a mayores, vemos los primeros rebos (tiendas de lana de yak). Nos presentan a Karma Kinchen, el goba o anciano de la comunidad Changpan (5 familias), que se desbaba besando la mano de nuestro “lipstick” o lama particular. Cuento 5 rebos para 5 familias y me llaman la atención 6 más pequeñitos. “Para la impureza femenina”, me contesta Hammed.  La circunferencia terráquea, no es baladí.
Anochece pronto en la montaña. El silencio desaparece entre balidos y el chisporroteo del fuego. En el centro de la roba, Tenzin, el pequeñajo de la familia, lo aviva para la cena. Su madre sonríe, su padre le enseña y los dos mayores no nos quitan ojo. El lago, que pronto se helará, se inunda ahora de aromas y preguntas.  Comeremos, dormiremos, ayudaremos  a Thokmay y su familia a empaquetar el género para el trueque de pasado mañana: leche, queso y mantas.

4.- Muere.
Hoy es fiesta, no porque mañana volvamos a casa. Toca. De todas partes acuden a la llamada del templo. Una fiesta esperada, señalada en el mental calendario de la gente. La tradición, la única riqueza del que nada tiene. Las ropas mejores, las caras limpias, los pelos mojados como escupidos y repeinados. Sí, también los dos y medio de este padre al que su chiquillería alcanza, entre carreras y risas, que vuelven a la madre, más retrasada, mientras lame al benjamín envuelto en un colorido pañuelo. Abren los puestos callejeros, por decenas, y todo son olores y humos. Carne, pescado, pan, bebidas… algo que podría ser cerveza pero en nada se parece, como les ocurre a los amigos de Hammed: lavaditos y contentos. Nos invitan pero esperamos. Buscamos a Thokmay, que ha quedado para vender el lujoso hilo a la asociación de Leh. “Se hace tarde”, dice Hammed, “la transacción puede tardar horas” y, con la esperanza de verlos más tarde, nos vamos involucrando en la algarabía.
La diferencia la marca el suelo empedrado, doscientos metros más adelante. Camino terroso= normalidad, adoquín= jolgorio. Entramos en el teatro. Los desarrapados, los desdentados, los enfermos están saludandos y saludables.Se acabaron los problemas. En la plaza han construido gradas para el acomodo popular, insuficiente. Hasta aquí se hacen notar las categorías. Los próceres bajo palio, como es menester. Intentamos pasar inadvertidos, mezclarnos entre el gentío pero nuestro blanco nuclear es más ostentoso que las armas de los policías que circundan el lugar. Hombres y niños, delante. Mujeres y niñas, detrás y a un lado. Fanfarrias y baile, voces de asombro, música, colorido, máscaras. Aparece Tenzin por la izquierda y se sienta delante. En las manos lleva un atado de algo comestible mientras sus padres se nos acercan. “No ha sido un buen año, la pashmina china está acabando con el mercado. Quizás, en primavera, encuentre trabajo aquí. No merece la pena esta vida y los niños se hacen mayores”

Cosas de niños


Yo también fui niña, lo juro por la eucaristía que mordí en silencio para que mi madre no se enterase. Había muchas teorías sobre si morder era pecado o no, porque el cuerpo de cristo, por lo visto, sí podía ser chupado pero no mordido. Debía ser por la duración aunque aquello no aguantara ni un minuto en la boca. Un bluf, vamos.
En casa, de un total de 50 metros cuadrados, había algún que otro pequeño problema: papi era ateo y republicano, mami franquista y más devota que la iglesia misma, y la economía…, inexistente. Comenzaron a tener hijos e hijos sin tener muy claro qué hacer con ellos, lo que hoy llamaríamos una paternidad irresponsable y antes tenía el nombre de vivir al día. Comenzamos siendo seis pero quedamos 4, los otros dos llegaron, respiraron y palmaron. No había demasiado oxígeno en aquel lugar, tampoco camas. La cosa es que fui la tercera y única fémina del cuadro. ¿Pecata minuta? bueno, creo que eso también me hizo ser como soy. Había dos consignas: “No se habla de casa” y “Los secretos son pecado” y así, en aquella contradicción, evolucionó mi infancia. No puedo hablar de felicidad, tampoco de lo contrario, pero sí de desubicación.
Jugaba con niños, con cosas de niños, pero no pertenecía ni se me aceptaba como niño, tenía bragas. Jugaba con niñas, con cosas de niñas, pero no pertenecía ni me identificaba con ser mamá o hija obediente, jugaba a ser la hija que se iba de casa y eso, me acarreaba algún que otro insulto. Era demasiado niño. Imagino que me adapté pronto a la soledad, a la incomprensión, al rechazo de verme igual entre distintos, al no tener con quien hablar y fue lo que puso la semilla a una inquietud latente y sin nombre. Pese a todo, se podía decir de mí que era “tranquila” aunque miedosa e insegura. Me daba terror la oscuridad, el monstruo que vivía tras la puerta del portal y esperaba a salir al bajar la basura, por eso corría al bajar y subía de tres en tres las escaleras.
No había tiempo para encender la luz, no era lo suficientemente fuerte para enfrentarlo si se le ocurría salir antes de tocar el interruptor. Quizás por todo ello o por lo que fuese, me encantaba la luna. La rutina siempre era la misma: bajar a toda leche, tirar la bolsa para que cayese donde cayese y pegar la espalda a la pared del edificio mientras hablaba con ella. Sé que le contaba cosas, vocal o mentalmente, y ella sonreía. Iluminaba y sonreía. A veces, incluso contestaba en aquella lengua nuestra que nadie entendía y, cuando me calmaba, respiraba profundo y tiraba escaleras arriba como si no hubiese un mañana. Luego, lavar las manos, poner el pijama y a la cama. Recuerdo soñar con volar sobre el edificio, con caminar por el tejado (cosa que hice años más tarde gracias a un hueco en la buhardilla) con correr, escapar y no avanzar, con estar en clase y tener ganas de hacer pis, pero como estaba tan oscuro no encontrar el baño y despertarme muerta de frío.
Cuando ocurría ésto odiaba a mi madre y sus gritos. Odiaba a aquel dios acusica y castigador que negaría mis peticiones a los Reyes Magos, pero no contaba con que, en navidad, venían mis tías, las extranjeras (entonces, León o Asturias me parecían lugares lejanísimos e inalcanzables) Eran rubias, enlacadas, bien olientes, esponjosas, de caras brillantes y pocos hijos. Existía para mis tías, me preguntaban, me escuchaban, me sonreían, me acariciaban y hasta respondían “qué mona es”. La felicidad llegaba en navidad, siempre por navidad, la única época en que mi madre sonreía. Traían turrón, bombones, cosas ricas, regalos, paquetes envueltos en papel de fuera, con objetos de fuera y debió ser ahí cuando el tándem Fuera=Bueno, se instaló definitivamente.
Me gustaba el colegio, los profesores me trataban bien y sacaba buenas notas. Aunque el director fuese un maltratador de niños, conmigo era amable. Me hacía llamar, en el mes de mayo, para cantar a la Virgen María por megafonía interna. “Tienes una voz angelical”, decía, pero el tiempo se vengó cambiando al ángel por la oca. Era un energúmeno barbudo y gordo, altísimo y bien posicionado socialmente (eso, lo supe después, claro) al que mi madre trataba como a sus santos, rogándole. Por eso tuve clases particulares de inglés y francés, clases avanzadas gratuitas que me impartían de 6 a 8. Me fastidiaba quedarme cuando todos se iban a casa pero, como contraprestación, merendaba rico y hablaba de lo que me gustaba. En la pared del despacho del director, allí nos quedábamos, había un mapa mundi enorme. Thomas, que así se llamaba mi profe de inglés, me hablaba de la colonización británica mientras ponía chinchetitas de colores: Estados Unidos, Canadá, La India, Ghana, Botswuana, Lesoto, Kenia, Niger, Brunei, Birmania, Australia… mil lugares, alrededor del mundo, donde poder hablar inglés.
Lo mismo hacía Charo, la de francés, un amor de mujer que me adoptó como hermana, al intuirme tan sola como ella. Preguntaba mucho y escuchaba más. Me prestaba libros preciosos, me contaba sus viajes y su vida en Francia y me decía que, aquellos lugares salvajes, eran para mí. Tenía continentes completos para alejarme de hermanos, de padres, de familias, convertirme en una tía extranjera y rubia para traer regalos por navidad. Debía, quería, ansiaba tener un mapa de aquellos en casa y claro, vino de Asturias la siguiente navidad.
A los 10 años, comencé a parlotear en la mesa. Hablaba de Japón, del Sahara, de las Galápagos…algo que fastidiaba a mi madre y hermanos. El único que parecía interesado era mi padre, así que no callaba hasta que no hubiese enfado de la superiora y esperaba hasta la hora del paseo con él, las 4 de la tarde de sábados y domingos. Empezamos a ampliar el horario a las mañanas del fin de semana, también. Recorríamos la ciudad y él me contaba la historia de la familia. Me enseñaba los edificios firmados por el abuelo, las fuentes, las estatuas y me decía que podría hacer lo que quisiera, que yo sí podría ser quien quisiera, casarme con quien quisiera que no fuese negro. “Va a ser difícil, papá”, le respondía siempre, “el mundo está lleno de negros”. “¡Y blancos!”, protestaba él. “Bueno, a lo mejor, ni me caso”, concluí.
Aprendí a querer a mi padre,mucho, en aquellas conversaciones secretas, por sus confesiones y contradiciones, por su machismo, racismo y dolor que adiviné años después, porque mostró que le importaba y puso un minúsculo granito de arena cuando debió. Quise a mi padre cuando aquel “bullebulle” mío se hizo insostenible y quitó la llave de una puerta encerrojada y empapelada de santos. Lo odié después, durante la adolescencia, al abandonarme cuando cualquier víbora todavía se me comía, cuando dejé de temer a la oscuridad, aunque allí siguiese. Lo odié cuando no sabía por donde tirar ni a quién preguntar, cuando creyó que yo era poderosa. A ella, para mi suerte, le pasó lo mismo que a mi infancia, fue desapareciendo y sustituida por cualquiera que proporcionase un guiño, por minúsculo que fuese. Ahora, no es recordada ni con afecto ni con odio, tan sólo es pasado.

Hablemos del gobierno





Pese a lo que pueda parecer, no tengo intención de hacer un discurso incendiario o mostrar erudición alguna sobre política nacional, internacional o zarandajas varias. Soy de las que caminan y pagan impuestos -se me rompen las botas solas- Soy de las que va al super más barato y controla gastos para llegar a fin de mes. Tan sólo, estoy harta.

Me cansa, me agota, me cabrea, me duelen las vísceras al escuchar que este, otro o el de más allá gobiernos del mundo van a hacer no sé qué por la población. Creo que, a estas alturas del partido, ninguno deberíamos esperar nada de ellos. Y no es que sea más lista que nadie, es la tozudez del ladrillo. Ya lo dijo el maraviglioso del Kennedy, aquel al que hicieron santo tras asesinarlo: “No preguntes qué puede hacer el país por tí, pregúntate qué puedes hacer tú por él”. ¿Alguien lo quiere más claro?

Estamos exhaustos de escuchar promesas y ver resultados. Agotados de creer tener la miel en los labios y no llegue, de esperanzas vanas, de buenos para nada, de que nada cambie por los siglos de los siglos. Amén. Yo, por lo menos, ya ni me escandalizo de la chulería, de la necedad, de la impertinencia y asquerosidad del poder, aunque sí me duela nuestro infantilismo.

Supimos pronto que había algo más fuerte e importante que nosotros: la naturaleza y nos agrupamos para sobrevivir. Luego nos dimos normas, elegimos a los más capacitados, a los más espabilados para negociar, que hablasen en nuestro nombre, de la misma forma que confiamos en el médico para que nos cure, en el profesor para que nos enseñe o en la costurera para que nos vista. Cambiamos el trueque por la moneda, el campo por la ciudad, la vida por el trabajo. Ya estábamos perdiendo, sin saberlo. O tal vez sí lo sabíamos pero no importaba perder si lo conseguido compensaba. Llega un momento en que ya nada puede compensar el abuso, el ninguneo, el despotismo, la manipulación. Me he hartado de que un estamento sea más importante que quienes lo componen, que un estado sea más importante que sus habitantes. Llegará el momento en que el territorio sea un páramo o alguien dragará el océano de cadáveres porque no pueden circular las mercancías. Perdimos el partido. Dicen algunos que con la caída del muro de Berlín, cuando la URSS dejó de existir. Yo creo que lo perdimos mucho antes, que aquellos eran más de lo mismo pero teníamos la esperanza de que no. Nos vendieron que el pueblo unido jamás será vencido. Creímos pero, ¡ay!, se nos adelantaron creando un mundo global. Se unieron, ellos, los del poder, los que nos venden cristalitos a precio de oro, los que decían que el trabajo nos hacía libres y no esclavos, los que soflamaban justicia para todos y nos ponían coches, casas, lujos alcanzables a un módico precio para dejar de llamarnos pobres y ser clase media. Y en la medianía nos quedamos. Tragando mierda, eso sí, pero medianamente. Y comenzamos a lerdear, a decir “ay, pobre gente” a aquellos que veíamos por la tele y creíamos estaban peor que nosotros. Ilusos, buenos, creyentes, tontos… póngase ustedes el calificativo. Y nos venden la democracia como panacea, que todos somos iguales en el mundo, que cuentan contigo para formar un espacio mejor, más justo, más seguro… Estoy cansada de tanta venta. No tengo manos, dinero, vida para tanto oprobio, para tanta cosa .

He comenzado a verlos, a los distintos gobiernos, como los extras de alguna película  esperando hacer méritos para que les den una escena con frase. Un puestito, que poner el careto cuatro años seguidos bien lo merece ¿no? Y ya no hablemos de los demócratas de por vida, de los partidos y  los partidarios. Y se visten de pana, de comprensión, de tí, de pájaro carpintero para salir en los papeles. Y se dicen de izquierdas o derechas, que no se qué de la transparencia… como si el dinero tuviese ideología, como si el capital fuese a repartirse, como si fuese solidario, igualitario, transparente. Si conociéramos su cara, podríamos actuar, y lo saben.Y se reúnen para ver cuándo se reunirán para discutir la reunión que tendrá lugar cuando se reúnan por segunda vez por el problema del hambre. Y así, entre reunión y reunión, se acaba el hambre por incomparecencia del muerto. Que somos más de lo productivo. Y tras la reunión llegan a acuerdos y hacen proclamas y se dan las manos y firman tratados y se comprometen a cumplir lo que saben incumplirán y ven a la cámara y nos lo cuentan. Y crean organismos y organismos y más organismos que se encarguen de que se cumpla lo que se incumple, que tampoco se cumple con el organismo y que ni el organismo cumple. Y pagamos impuestos  y más y más para mantener los organismos que organizará como vamos a pagar impuestos. Y acabarán con los paraísos fiscales mientras los rellenan de pasta, con las guerras mientras la industria crece y venden los excedentes a los muertos de hambre. ¡Qué más dará, si ya están muertos!. Acabarán con la enfermedad y las epidemias mientras se blindan a las farmacéuticas y la luz y el agua y los alimentos y la tierra y la luna y ,ahora, ya nos venden viajes a Marte. Nos dicen que cuidado con el vecino, que es más pobre que tú, que viste raro y es más claro u oscuro o vietnamita o con tres pies, y nada tiene que perder. Que la cultura está en peligro, que tu modo de vida tradicional terminará, que más vale malo conocido que bueno por conocer. Pero, aunque sepas que el vecino se ha muerto hace dos años, tiene hijos, amigos, primos, una esposa o dos, que esa gente era muy rara y ya se sabe o no, pero qué más dará. Siempre es bueno temer a algo ¿no? Y venga leyes, y venga policía, y venga blindajes y Charlies Hebdos que somos todos, pero no siempre.
He llegado al punto de no retorno: ni espero ni quiero ni participo de nada que tenga su tufillo. Si pudiese, me daría de baja para convertirme en apátrida. Ni a eso tengo derecho: a no existir.

Dirán que es una tristeza ser un descreído, que si no participas no tienes derecho a decir, a pensar, a criticar. Lo siento, nací con boca, cerebro y un problema en el cuello que me lo deja bien tieso. Me dedicaré a mis viejis, a mis niños, a mis clases, a mis viajes y tonterías. Seguiré dedicándome a lo que me den las manos, los ojos, las ganas, porque sé que es la única manera de lograr algo: la solidaridad con el hijo y las ocho esposas del vecino muerto. Que si algún día necesito una mano, vendrá de ahí y no de otro sitio. Y si no llega, me da igual porque sigo esperando morir a los 180 y ruego para que me dejen en paz, que me olviden porque, dice la ONU, que hoy es el día internacional de la felicidad y motivos, me sobran.